De la sangre y otros rituales

Estoy solo, bajo la noche, sentado frente a un fuego que muere. Pronto veré las cenizas...

I

 

Desperté una mañana en el mundo de los hombres para mirar lo que ellos llaman horizonte.

Dudé sin embargo.

          Tenía temor de encontrar rituales que me recuerdan lo que soy: estar frente a otras sombras, otros no retornos, formas que he dejado de mí y que no quiero recuperar.

 

“Que mis ojos guarden aquello que se consume y se agota:

              guardar el fuego y la sangre del hombre, su cuerpo.

                              Llegar a las cenizas.

 

               Consumirse, agotarse…

                              Que mis ojos guarden ese ritual

                                              para reconocer las cenizas en mí.”

 

Pero seguí el camino para mirar el horizonte. Quería reconocer lo que ahí mira el hombre, quería reconocer la forma de lo que mira.

Llegaba paso a paso. Y lo vi.

 

“Nació la luz del sol dentro de mis ojos.

 

Ese era el horizonte, frente a mí. Sin sombras, sin no retornos. Ese calor, su mar y su tierra, todo ahí, siendo otro. Y entonces me adherí poco a poco a la forma del horizonte, quise enterrarme en él como el hombre entierra a sus cuerpos en la tierra, para consumirme y agotarme.

Entonces llegué a las cenizas.

Sólo por ese momento.

 

 

II

 

“En mis pasos inicia todo lo que sé de aquí.

               En ellos puedo regresar una vez más a lo que ya he visto.

                      Las noches y los días.

                                    Los vientos y las aguas.

Para no olvidar que la tierra guarda las muertes del hombre.

Para no olvidar que el horizonte es inflexible e intocable

               y guarda todo lo que el hombre quiera ver o sentir.

                                O también olvidar.

Que cada día ese leve peso de los siglos cae lento sobre el hombre.

           Que cada día se caza y cae lento ese frágil animal.

                         Que su sangre cae al fuego para alimentar al hombre.

Rituales concretos

                donde la furia y el horror

                                 se miran en el movimiento de ese fuego animal…”

 

De la palabra tomo la sangre de la expresión, por eso temo ese vértigo con que los hombres miran el mundo cuando tratan de abarcarlo, de aprehenderlo y fisurarlo.

Mi propio ritual es expresar con la palabra lo que miro; aprendo de la palabra para darme a este mundo y adherirme a él, como todo aquello que busca sobrevivir y adaptarse: frágiles animales que abren los ojos al nacer y que comienzan a tener temor de lo que miran, esos lugares desconocidos que hay por habitar.

 

“No… El temeroso he sido yo.

Paso a paso miro con miedo, y todo lo que veo

              es a partir de lo que no quiero ver en mí:

                              no quiero ver en mí las sombras que me forman,

                                              no quiero ver ese cuerpo incomprensible.

 

Aquí busco todo aquello de lo que carezco:

               la figura de un horizonte,

                               la luz de los días, ese calor,

el agua y la sal,

                 la sangre y el placer,

las raíces de los árboles en la tierra…”

 

Estoy solo, bajo la noche, sentado frente a un fuego que muere. Pronto veré las cenizas y, de nuevo, me preguntaré cómo he aprendido la expresión de la palabra.

Fuerte tomo la tierra con mis manos: intento ser raíz y miro la noche.

Entonces, el silencio.


Alejandro Adalberto Mejía González es maestro en Estudios de Literatura Mexicana por la Universidad de Guadalajara y licenciado en Lengua y Literaturas Hispánicas por la UMSNH. Durante la maestría realizó una estancia de investigación en la Universidad Autónoma de Barcelona con el Dr. David Roas sobre las teorías y manifestaciones de lo fantástico. Es especialista en las obras de Francisco Tario e Italo Calvino.


Pintura: Franz von Stuck. Lucifer. 1890.

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