18/03/2015. Teatro de la Zarzuela, Madrid.
Hace relativamente poco, en octubre del año pasado, en el Teatro Real disfrutamos de una ópera francesa con tema militar, La fille du régiment (1840) de Donizetti. Un exitazo en el que vimos al tenor mexicano Javier Camarena realizar no uno sino dos bises. Ahora, en esta misma ciudad pero en otro teatro, en la Zarzuela se proyecta desde sus tablas otra obra francesa con tema militar: La gran duquesa de Gérolstein (1867) de Jacques Offenbach, ópera bufa reconvertida aquí en zarzuela, adaptada con fortuna al castellano.
Tanto una como la otra tratan argumentos sencillos y tienen como objetivo entretener al público, hacerlo reír. Donizetti creo es, sin lugar a dudas, un compositor superior a Offenbach y si comparamos ambas obras citadas y ambos montajes, sale ganando La fille. Sin embargo, el arte no es una competencia y La gran duquesa es también una obra considerablemente disfrutable.
En el reparto destaca Nicola Beller Carbone en el papel de la duquesa, una soprano nacida en Alemania pero educada en España con aires y rasgos de gran señora. Si obviamos el dato de que la duquesa en la historia tiene veinte años, Beller Carbone encarna el papel no sólo con verosimilitud dentro del universo interior de esta producción, sino con originalidad, soltura y gracia.
Buen trabajo también el de Andeka Gorrotxategi como Fritz, segundo papel en importancia. No obstante, su construcción del personaje, aunque divertida, resulta menos creíble. Pienso que de ninguna manera una mujer como la duquesa se puede enamorar tan perdidamente de un individuo tan irrisorio. Su caracterización caricaturesca anula cualquier tipo de atractivo varonil. Pero uno termina aceptándolo porque al fin y al cabo esta ópera no es para tomársela de manera seria, con esta idea la concibió el también compositor de Los cuentos de Hoffmann.
Por su parte, el tenor canario Gustavo Peña interpretó a un Príncipe Pol, el pretendiente oficial de la duquesa, en un registro afeminado y de afectaciones de marica. Cantó muy bien y fue el que quizá hizo reír más a los espectadores pero su tono me recordaba esa vertiente astracanada, casposa, cutre y ramplona que tanto se ha practicado en la escena española a lo largo del tiempo.
Pier Luigi Pizzi y Massimo Gasparon son los responsables de la dirección escénica, escenografía, vestuario e iluminación. Si de por sí la obra ya es absurda, éstos, con inteligencia y descaro, la recargan aún más hacia ese sentido en parte porque hoy por hoy es una de la mejores maneras de sacarle jugo a una obra extranjera de estas características (si bien representada en Madrid tan sólo un año después de su estreno original en el Théâtre des Variétés de París), al ya haberse difuminado las referencias que retraban y parodiaban a algunas personalidades de la vida pública francesa de entonces (no por nada incluso estuvo prohibida un tiempo). Para realzar esto los directores de escena de vez en cuando montan tremendos y geniales disparates delante de nuestras narices, atiborrando el escenario de personajes y movimiento, combinando al mismo tiempo bailes antiguos y modernos, en desuso o sin tiempo, con sentido o abstractos, al grado de rayar el caos. Sin duda son los pasajes más locos del montaje y quizá también los más teatralmente fascinantes.
En cambio, a veces el devenir de los acontecimientos resulta tan predecible y simplón que hasta aburre. Y lo que creo es peor, la historia no conduce a ningún sitio, se puede decir que los elementos vuelven al estado inicial en el que nos los presentan, concluyendo con un mensaje ambiguo de resignación.
El acierto de esta producción radica en su capacidad para entretener y hacernos pasar un rato agradable y ameno. Lo consigue. Y además ahí tenemos al bueno de Offenbach alegrándonos el corazón, bien defendido aquí por el director valenciano Cristóbal Soler.
Tampoco hay que esperar más.
Fotos: Teatro de la Zarzuela.
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