Lohengrin sin Mortier ni cisne

Montaje irregular y basado en una malentendida austeridad; no convenció a casi nadie.

10 de abril, 2014. Teatro Real, Madrid.

Si bien Gerard Mortier (1943 – 2014) falleció en su Bélgica natal cuando aún quedaban la mitad de las representaciones de Alceste de Gluck por desarrollarse, es Lohengrin (ópera romántica en tres actos estrenada originalmente en 1850) de Richard Wagner (1813 – 1883) el primer montaje que se realiza íntegramente en el Teatro Real sin él. Es por eso que las trece fechas en que se interpretará la obra del 3 al 27 de abril están dedicadas a quien fuera el director artístico del coliseo madrileño e incluso un día antes del estreno se le rindió un homenaje en el que, entre otras ejecuciones, se pudo escuchar, a modo de avance de lo que estaba por venir, el emocionante preludio de Lohengrin a cargo de quien tomará la batuta durante todas las representaciones, el director alemán Hartmut Haenchen (a excepción de dos días, 11 y 19 de abril, en los que será sustituido por Walter Althammer). Y la verdad es que no es difícil sentir la invisible presencia de Mortier por todo el teatro.

Lohengrin-3108-LVÚDos repartos distintos, siendo el primero de ellos el que este firmante pudo apreciar, dan vida a esta leyenda medieval alemana en la que una sufridora y pura Elsa (interpretada por la soprano estadounidense Catherine Naglestad) se ve injuriada por la falsa acusación de la pareja malvada, el conde Friedrich von Telramund (un convincente Thomas Johannes Mayer, barítono alemán) y su esposa la bruja pagana Ortrud (a cargo de una veterana Deborah Polaski, soprano dramática de Wisconsin), quienes la señalan sin prueba alguna como la asesina de su hermano menor, Gottfried, el duque de Brabante. Es el rey Heinrich (encarnado por otro alemán, Franz Hawlata), quien hace de mediador en el juicio a Elsa ante Dios. Éste oye los ruegos de Elsa y envía en su rescate a un enigmático y noble caballero guiado por un cisne que lucha por su causa a cambio de que Elsa acepte ser su esposa con la condición de que jamás le pregunte por su nombre y orígenes. Elsa acepta, el caballero vence, se casan, pero Elsa al verse “envenenada” por los pensamientos de Ortrud termina por hacerle la pregunta prohibida a su amante, quien, abatido, le confiesa a ella y a todos los habitantes de Brabante que se trata de Lohengrin (llevado al escenario por el tenor británico Christopher Ventris, al que le faltó credibilidad), hijo de Parsifal, caballero del Santo Grial, un ser semi divino en busca de amor humano que sólo puede estar entre los mortales mientras no se sepa su verdadera condición, por lo que tiene que irse, dejando atrás a su esposa y al pueblo de Brabante, quienes veían en él a un salvador que les haría conseguir victorias en el campo de batalla. Finalmente se descubre que el cisne que trajo a Lohengrin es Gottfried, el pequeño duque de Brabante, libre ahora del hechizo que sobre él perpetró Ortrud.
Este montaje en el Teatro Real es irregular y basado en una malentendida austeridad, por lo que creo que hay varios fallos. El más grande de ellos a mi entender es el de haber prescindido de un cisne figurativo, sustituido aquí por dos elementos: un abstracto haz de luz y un monolito brillante (que por momentos hacía pensar en la Odisea de Kubrick) en el que se adivina un niño petrificado dentro. Esta idea es buena pero fallida porque se pierde totalmente el impacto de la evocación fantasiosa que el cisne aporta a la historia. Considero además que la entrada de Lohengrin es el momento más espectacular de la obra, estando aquí totalmente desaprovechada. Mi conclusión es que sin cisne, es decir, el elemento más emblemático del relato (no hay que olvidar que a esta historia también se la conoce con el subtítulo de «El Caballero del Cisne»), no puede haber Lohengrin personaje y sin Lohengrin personaje no puede haber Lohengrin ópera.

El monolito y el escenario, una estructura cavernosa y rugosa inamovible que no termina de funcionar en todas las escenas, son obras del escultor Alexander Polzin, a quien el público del Real ya le conoce por sus intervenciones en La página en blanco de Pilar Jurado (2011) y La conquista de México de Wolfgang Rihm (2013). Este artista alemán también realizó una escultura que simboliza al niño-duque de Brabante en la última escena, la cual resulta algo así como una especie de espantapájaros que si bien en principio se nos muestra como una propuesta interesante y diferente de lo que se ha visto hasta ahora (normalmente se emplea un niño de carne y hueso para ello), por otro lado, influye para que se tuerza el final de la obra ya que originalmente la despedida de Lohengrin se compensa con el regreso de Gottfried, consiguiendo así un final agridulce que en este montaje se pierde.

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Pero lo peor no es esto sino el vestuario diseñado por el polaco Wojciech Dziedzic: Los habitantes de Brabante (el coro) lucen sin ningún atractivo, todos grises, opacos, sin nada que enriquezca su presencia. Los trajes de Friedrich, Ortrud y el rey son, en una palabra, horrorosos. Lohengrin luce escandalosamente soso, su figura no impone absolutamente nada, sin detalles destacables (¿¡dónde quedan el cuerno, la espada y el anillo que hacen al personaje ser!?) y en vez de parecer un milagro caído del cielo, da la sensación de que se trata de un hombre cualquiera vestido con tres prendas blancas sin encanto al que te lo puedes encontrar de cañas en un bar de tu barrio un domingo al mediodía. ¡A ese grado! Lo único rescatable es el vestido de boda de Elsa en el segundo acto.

A este montaje lo salvan el imponente Coro Titular del Teatro Real (dirigido por Andrés Máspero), presente en tres cuartos de la obra, la Orquesta Titular, algunos intérpretes principales (destacaría el desempeño de Naglestad en el segundo acto y a Mayer en general) y, por supuesto, la magnética y sublime música del gran Richard Wagner. Nada más.


Artículo publicado originalmente en Fac magazine.


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