Considerado como el padrino de la champeta (un estilo que nació en el palenque de San Basilio y que se extendió por las barriadas de la ciudad de Cartagena, Colombia), Abelardo Carbonó (Ciénaga, 1948) desarrolló en Barranquilla a finales de la década de los setenta y especialmente durante los ochenta un sonido propio y original que se caracterizó por ser una adaptación de ritmos y géneros africanos, antillanos y latinoamericanos, con partículas de pop y psicodelia. Motivado por su padre, quien en su época fue un famoso guitarrista de porro y cumbia y líder de una banda llamada Los Trigrillos, fue con sus hermanos Jafeth (bajo) y Abel (guitarra solista) con quienes empezó a armar sus propios conjuntos.
El maravilloso mundo de Abelardo Carbonó (Vampisoul/Distrolux, 2013), recopilado por Lucas Silva y Etienne Sevet, recoge diecisiete temas, todos muy bailables y coloridos, de entre lo más destacado de su no tan dilatada producción. Brillan canciones como “Muévela” (hitazo en el que la guitarra final se estira como un chicle), “La negra kulengue” (frenética y afrodisiaca), “La negra del negrerío” (y sus platillos como cuchillos), “Guana Tangula” (puro afrobeat criollo), “Carolina” (imposible resistirse a los pegajosos coros), “La playa” (puro sol), “Se acaba la paz” (donde, al contrario de lo que puede pensarse por el título, lanza un mensaje socialmente conciliador) y “Guaguancó moderno” (apropiándose de un ritmo cubano en el que sobresale el uso de la percusión).
También tienen gracia piezas como “Quiero a mi gente” (su contagioso compás posee a quien lo escucha), “Schallcarri” (donde registra frases en el lenguaje de los wayúu, pueblo aborigen que habita en territorios de lo que se conoce como península de La Guajira, repartidos entre Colombia y Venezuela), “A otro perro con ese hueso” (sencilla y alegre melodía en la que Carbonó afirma bondades de su personalidad que los coros le niegan), “La cerradura” (se muestra obsesionado por librarse de una persona, contemplando la posibilidad de inhabilitar su entrada a la vivienda), “Viajando” (de ritmo resultón sobre un hombre harto de su pareja), “Te acordarás de mí” (con una letra por momentos de lo más guasona) y “Oye mujé, mujé” (verde y vulgar petición que podrá incomodar a las féminas más susceptibles: “oye mujer, mujer, préstame tu cofrecito, para poder guardar en tu cofre mi tesorito”).
Menos atractivas resultan “El baile del indio” (en la que se emplean cutres elementos electrónicos) y “Ején en acordeón” (enlatada y no del todo consumada versión de “Help Yourself”, popular tema del conjunto de origen nigeriano Super Negro Bantous, estimada como el himno de San Basilio de Palenque, meca de la cultura afrocaribeña).
Debido a su extraordinaria mezcla y dosis de experimentación, no es de extrañar que la música de Abelardo Carbonó no haya sido comprendida. Desde entonces ha combinado el oficio musical con un puesto en la policía local, aunque él mismo asegura que no tiene madera para ello (hasta los perros callejeros le asustan, dice). Arrabaleras y populares (ahora diríamos que son kitsch), sus canciones -en las que predominan las partes instrumentales- parecen estar diseñadas para animar noches de fiesta, olvidar los problemas, sonreírle a la vida y embriagarse de ritmo y sabor. Si se le pueden discutir peculiaridades machistas, es porque son el reflejo de un estrato social y una idiosincrasia determinada. Definitivamente, si esta música no le causa a usted una reacción placentera y gozosa, lo siento, pero es que no tiene sangre en el cuerpo.
Paralelamente con el lanzamiento de esta compilación se ha publicado una serie de breves vídeos documentales titulada Buscando a Abelardo, ameno complemento para comprender y acercarse más a la figura de Carbonó y sus circunstancias.
Artículo publicado originalmente en Fac magazine.
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