El viaje (hacia dentro)

¿Acumulación o asimilación?

Hace unos días tuve la oportunidad de leer y reseñar Por favor, sea breve, una antología de 167 relatos hiperbreves de 104 autores hispanoamericanos, editado por Clara Obligado (escritora argentina-española) y publicado por Páginas de Espuma. Entre los textos encontré varios que me gustaron y algunos con los que me identifiqué. Uno de ellos es el que se titula El viaje, firmado por Cristina Fernández Cubas, escritora y periodista nacida en un municipio de Barcelona en el año 1945, en activo y autora de algo más de una decena de libros (de los cuales, para qué les miento, no he leído ni uno de ellos; todo es ponerse). Como El viaje tiene una extensión de tan sólo 269 palabras, transcribo el relato entero para poder expresarme mejor a continuación:

Un día la madre de una amiga me contó una curiosa anécdota. Estábamos en su casa, en el barrio antiguo de Palma de Mallorca, y desde el balcón interior, que daba a un pequeño jardín, se alcanzaba a ver la fachada del vecino convento de clausura. La madre de mi amiga solía visitar a la abadesa; le llevaba helados para la comunidad y conversaban durante horas a través de la celosía. Estábamos ya en una época en que las reglas de clausura eran menos estrictas de lo que fueron antaño, y nada impedía a la abadesa, si así lo hubiera deseado, que interrumpiera en más de una ocasión su encierro y saliera al mundo. Pero ella se negaba en redondo. Llevaba casi treinta años entre aquellas cuatro paredes y las llamadas del exterior no le interesaban lo más mínimo. Por eso la señora de la casa creyó que estaba soñando cuando una mañana sonó el timbre y una silueta oscura se dibujó al trasluz en el marco de la puerta. “Si no le importa”, dijo la abadesa tras los saludos de rigor, “me gustaría ver el convento desde fuera”. Y después, en el mismo balcón en el que fue narrada la historia se quedó unos minutos en silencio. “Es muy bonito”, concluyó. Y, con la misma alegría con la que había llamado a la puerta, se despidió y regresó al convento. Creo que no ha vuelto a salir, pero eso ahora no importa. El viaje de la abadesa me sigue pareciendo, como entonces, uno de los viajes más largos de todos los viajes largos de los que tengo noticias.

¡Ay, sin ser religioso, cómo entiendo a la abadesa, cómo simpatizo con ella! Y eso se debe a que hoy por hoy (no sé cómo me vaya a sentir en el futuro) yo tampoco y cada vez menos tengo la necesidad de salir, de viajar. En mi vida he viajado poco, poquísimo, y la verdad es que no me siento absolutamente nada frustrado por ello. Y lo poco que he viajado sólo me ha servido para sospechar que todos los lugares adolecen de vacuidad, que la gente en todos lados es idéntica, que allá donde vayas prima la injusticia, la falsedad y la mediocridad.

Como mexicano en España me ha tocado recibir a muchos compatriotas de viaje por Europa (amigos y conocidos). A la mayoría les descubro completamente ansiosos y obsesionados por desplazarse, pensando que cuanta más Europa (y aledaños como pudiera ser el norte de África) abarquen más aprovecharán su estancia por aquí y más exitosa la considerarán. Lo suyo parece decantarse más por la acumulación que por la asimilación. Hasta ahora he conocido pocos viajeros orgánicos y muchos consumistas. En más de una ocasión alguno me ha sugerido que me uniese con ellos al recorrido pero hasta ahora en todas he declinado, ni tengo dinero para ello ni las ganas que se requieren. Muchas veces si me hablan de aventura y “exprimir la vida”, yo veo incomodidades y perder el tiempo; donde ellos afirman invertir, yo percibo malgastar. Al final todo es bien relativo y depende con la óptica que se mire, ¿no?

Y es que, si no tienes dinero, ya no hablemos del infame hospedaje donde uno puede llegar a parar y de la cada vez más humillante manera en que tratan a los viajeros debido a las crecientes medidas de seguridad (sobre este y otros puntos nefastos podríamos escribir mucho y de hecho me viene a la mente, así al vuelo, el caso algo reciente de la arbitraria detención, basada en mero racismo, que sufrió en el aeropuerto de Madrid uno de los tantos mexicanos que he conocido en esta, por otro lado, bella ciudad peninsular, un individuo de alma noble y carismática inteligencia a quien quiero como a un hermano, al cual, si no fuera por la rápida intervención de su familia española –es decir, los padres de su novia madrileña-, lo hubiesen metido en el siguiente vuelo con destino al D.F. rechazado como si fuera un apestado, ¡cuando él mismo ya había estado viviendo en Madrid durante muchísimo tiempo en el pasado!), también encuentro increíble que haya personas que tengan la capacidad para poder pasarse medio día, un día o día y medio en una ciudad, como digamos Roma, para luego, porque sí y sin descanso alguno, desplazarse a Milán durante otro periodo así de corto, para luego seguir por otro lugar, quizá un pueblito, para así luego ir a Francia, y de ahí a Alemania, y luego Inglaterra y luego ahí… y luego allá… en fin… Yo me pregunto, ¿no sería mejor pasar más tiempo en menos lugares? Este tipo de viajes exprés me parecen una locura, una sinrazón y no me atraen lo más mínimo (¡si con lo que llevo yo en Madrid no he tenido tiempo suficiente para conocerla entera!) y considero que viajar sin medios económicos bien pudiera ser tan enriquecedora experiencia como un incordio (personalmente, en esas condiciones no me apetece hacer el esfuerzo: no lo necesito).

También hay los que me preguntan a qué lugares he viajado estando yo aquí, como quien asume que quien se va a vivir a Madrid es porque e-vi-den-te-men-te quiere pasarse la vida viajando por Europa, como si no hubiera otra posible manera de concebir la existencia. Yo les respondo que casi no he viajado ni por Europa ni por ningún lado y noto que algunos me toman por imbécil sólo porque no me interesa la idea de viajar como a ellos. Literal. Yo les digo que no es algo que me apasione mucho y que mi viaje es hacia dentro. Que lo que yo quiero es ir hacia dentro, donde está la esencia de la cosas, y que para eso no hace falta montarse ni en avión ni en autobús y, si nos ponemos radicales, ni siquiera salir de tu habitación. También les digo que prefiero vivir bien en mi ciudad que malvivir viajando. Que prefiero comprarme un buen puñado de discos que me entusiasman a viajar. Normalmente se me quedan viendo con rechazo, condescendencia y pena. Literal. Por supuesto, no critico a quienes viajan, sino a determinadas actitudes con las que me he topado, y creo que si bien hay distintas filosofías al viajar, las que predominan, tristemente, son las superficiales y de cara a lo que dirán los demás. Que cada uno se ponga el saco si le queda.

¡Ay, cómo comprendo a la abadesa! Para ella el convento es su mundo y su vida se colma entregándola a Dios. ¡Está en paz consigo misma! Para mí, mi espíritu, mi casa, la compañía de los míos, mi barrio, mi ciudad, mi imaginación, son mi mundo y mi vida la colmo entregándola al servicio de la Cultura y el Arte. ¿Pretensioso? Más lo es creer que por pasar dos días en Berlín se conoce más profundamente el mundo, la historia, la situación de la política contemporánea y al ser humano. Eso es una falacia. Encima habrá personas que hasta se creerán superiores a aquellas que no han tenido la oportunidad de estar en esos mismos lugares que ellos.

De cualquier forma, mi modo de ser tampoco me impide disfrutar a la hora de emprender una excursión fuera de mis confines, ahí donde consigo conectar de alguna manera con el lugar y el momento mediante un proceso lo más natural y lo menos forzado posible.

A veces les digo a los demás que en ocasiones y en algunos aspectos (que no en todos) me veo a mí mismo como un monje: trato de vivir con humildad, con coherencia a mis principios y creencias (con mayor o menor fortuna), hablo poco (así como uno de los protagonistas de Aire de Dylan de Vila-Matas, otro libro que reseñé hace no mucho, yo también anhelo conseguir temporadas de mutismo total en mi día a día, aunque sé que tampoco es justo, sobre todo por la parte que le toca a los demás, entre otras cosas porque la vida en pareja es una en continua comunicación), intento comer lo justo (cada vez soporto menos la carne aunque unos tacos al pastor la neta sí se me antojan) y en vez de rezar como hacen los monjes, yo escucho, leo, observo, aprendo, analizo, medito y escribo. En otras palabras, trato de desvanecerme de manera silenciosa con el entorno que me rodea. Ser parte del todo y de la nada. Mi viaje es hacia dentro, ahí donde ya casi nadie le interesa ir… será que no está de moda.


Artículo publicado originalmente en Satélite Media.

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