Colosal la labor de todos los agentes implicados en la preciosa edición de Prosa musical – I. Historia y crítica musical (Editorial Pre-Textos, 2014), primera vez que se recopilan en una sola publicación (que constará de dos volúmenes) los cuantiosos trabajos musicográficos de Gerardo Diego (1896 – 1987), conocido poeta santanderino vinculado a la Generación del 27; y me gustaría elogiar más concretamente la dedicación de Ramón Sánchez Ochoa (edición, prólogo y bibliografía), profesor de Estética e Historia de la Música en el Conservatorio de Valencia, y la generosidad y buen empeño de una de las hijas del poeta, Elena Diego Marín (documentalista).
A lo largo de las más de 800 páginas que conforman este primer volumen se hallan los principales géneros musicográficos en los que se desenvolvió el poeta durante más de sesenta años de actividad en periódicos, revistas especializadas, conferencias-conciertos, notas a programas de mano, colaboraciones radiofónicas y otras.
No se necesita conocer la obra poética de Gerardo Diego para adentrarse y disfrutar esta Prosa musical, pero dará sentido cabal a quien sí la conozca, entendiendo en una dimensión más apropiada y compleja una figura como la suya, la de un poeta con alma de músico, como lo era también Federico García Lorca, amigos ambos aunque el enfrentamiento entre bandos los terminó separando inevitablemente, uno fusilado muy joven, es decir malogrado; el otro, integrado en la estructura del régimen, cultivó durante buena parte de sus 90 años de vida, afortunadamente para nosotros, una actividad que aquí amamos: la prosa musical.
Mucha variedad en este delicioso primer volumen. Diego se detiene comentando grandes momentos de la Historia de la Música, desde las Cantigas de Alfonso X El Sabio hasta la música de su tiempo y entorno: Ravel, de quien sin embargo renegaba de su Bolero; Bartók, a quien le pasó las hojas de la partitura durante un concierto en Oviedo en 1930; Dallapiccola, a quien conoce a raíz de calificar el estreno del ballet Marsia en 1948 como uno de los acontecimientos de mayor alcance artístico de los últimos años; Óscar Esplá, con quien se paseó por la Sierra de Aitana haciendo música con el eco de la montaña; Jesús Guridi, de quien alaba de una forma sublime su Sinfonía pirenaica; entre otros. El poeta santanderino se recrea particularmente en el romanticismo, con Chopin a la cabeza (de hecho uno de sus poemarios, de 1963, se titula Nocturnos de Chopin) y escribe: “Chopin es el poeta del piano, el poeta y el músico de la clase media y también el preferido de las muchachas”.
Quizá lo más interesante sean aquellas páginas dedicadas a los músicos que Diego no sólo admiró sino que conoció y con los que incluso trabó amistad. Buen ejemplo de ello es el caso de Manuel de Falla. El poeta deja para la posteridad algunos bellísimos recuerdos sobre el maestro andaluz, como cuando dieron un paseo juntos por la Alhambra o cuando, en la casa del compositor, Don Manuel se encuentra probando la eficacia de una máquina de escribir que piensa adquirir, tecleando las letras como si se tratara de un piano.
Diego perfila al admirado autor de El amor brujo ampliamente, y en un momento destaca “su inagotable cortesía gaditana y personalísima, su amabilidad sin reservas para el compañero, su caridad constante y su inverosímil humildad, su sinceridad insobornable”. Sin embargo, también nos deja entrever su intolerancia cuando se cuestionaba a la religión cristiana: “Por una cosa, sin embargo, no transige jamás. La blasfemia o la maledicencia en labios del conversador es atajada terminantemente por el cartujano. Para lo demás, incluso para la opinión artística divergente, Falla ejercita una comprensiva bondad sin límites. Y, no obstante, sus convicciones estéticas y técnicas son solidísimas, intransigentes, y no las disimula ante su interlocutor de turno, sea quien sea”.
En un artículo, Diego compara a Falla con Joaquín Turina, otro músico con el que tuvo mucha cercanía: “Digamos en simplificación un tanto aproximada que Falla es el músico del cante ‘jondo’ y Turina del Flamenco. Falla: Cádiz y Granada. Turina: Sevilla”. El poeta además recoge una estupenda anécdota, inolvidable, que Turina había escrito en 1911, para La Vanguardia, donde describe, de una forma muy suya, muy sevillana, una noche en que Falla, Albéniz y él coincidieron en un concierto en París. Aquel encuentro resultó ser glorioso para la música española y universal.
Prosa musical está lleno de este tipo de reflexiones y enunciados. También sobre y a razón de Gabriel Fauré, “el músico más difícil que conozco”, apunta sentencias como: “la música empieza, como lenguaje de la expresión lírica, exactamente donde la poesía de palabras concluye”, es decir, que la música es “aspiración a la poesía imposible”.
De Gerardo Gombau —de quien, por cierto, el Trío Arbós ha rescatado recientemente su Trío en Fa# que incluyeron en el álbum Evocación del viejo Madrid (IBS Classical, 2015)— admira “su entrega a la inabdicable capacidad de juventud y de ilusión de avance creador”. Y sigue: “Conozco poquísimos casos de artistas que, pasados sus cincuenta años, vuelven a empezar trabajando a partir de un nuevo concepto la materia de su arte”.
En otro momento no duda en calificar de “obra maestra” el Concierto de Aranjuez de Joaquín Rodrigo en el mismo estreno de la pieza. En otros artículos se detiene analizando una inquietud particular: la influencia y rol que adoptaron las mujeres de algunos compositores como Schumann, Brahms, Fauré, Falla y su hermana.
En otra parte llama la atención que en un artículo de 1950, como excusándose por no poder profundizar más en el tema que está desarrollando, escriba: “…en nuestro siglo rápido y sin trasfondo apenas de humanidades nos contentamos con trazar unas líneas apresuradas y dejamos al lector que ponga de su bodega todo lo demás”. Pareciera que está describiendo el 2015 pero no sólo en ese respecto porque en otro artículo apunta: “… poco a poco la prole de los festivales ha ido creciendo en proporciones alarmantes y uno se pregunta si Europa estará en estado musical tan floreciente como para permitirse docenas de festivales, de los cuales forzosamente bastantes coinciden exactamente en su fecha”.
Siguiendo este hilo, parece que poco ha cambiado cuando Gerardo Diego se queja de los públicos ruidosos y cuando manifiesta su tedio ante los programas de conciertos que contienen las mismas obras de siempre escuchadas hasta el hartazgo, y se lamenta que haya tan poco espacio para obras menos conocidas o para repertorio contemporáneo (incluso cuando a veces él mismo demuestra aquí y allá su consternación por la música “áspera y material” que surgía entonces): “Mientras los programas no se constituyan —salvo excepciones pedagógicas o retrospectivas— esencialmente de música de nuestro tiempo, la música estará en decadencia, porque denotará falta de fe en sí misma”. ¡Qué razón tiene!
Como ven, mucha pero muchísima tela que cortar en este primer volumen. Se trata de una lección de pensamiento musical, forjado por un criterio que contaba con una tremenda erudición y rigurosidad. Su escritura suele ser grácil, sus acertadas e inspiradas descripciones resultan muy poéticas (“esa quinta sonata [de Scriabin] que nos besa en la llaga, esa tenebrosa novena y esa evanescente y célica décima”), alejándose así de la habitual rigidez científica de los estudios musicológicos.
Me hizo gracia que Gerardo castellanizara los nombres de los compositores y de las obras siempre que podía, y si algún aspecto de la materia que tratara le parecía jocoso, no dudaba en resaltarlo: “El programa ofrecía interés, al contraponer una sinfonía juvenil de Mozart a la quinta de Bruckner, algo así como la lucha entre una gacela y un elefante”. Eso sí, adoptaba una postura estricta a la hora de realizar una crítica no muy favorecedora.
Por otro lado, poca ópera se comenta en estas páginas debido en muy buena medida a que el Teatro Real no programó temporadas líricas desde 1925 hasta 1997 (¡!) debido a diversos vaivenes, un lamentable hueco en la educación de los aficionados españoles y madrileños que aún a día de hoy se percibe.
No obstante, lo único, y no es poca cosa, que puede empañar la figura de este entrañable apasionado de la música (yo le hubiese llamado melómano pero él mismo rechaza esta etiqueta: “Ahora se usa mucho el término de ‘melómano’ para designar al aficionado a la música. Me parece excesivo e inadecuado. ¿Por qué ha de ser una manía, algo patológico, el amor y, si se quiere, hasta la pasión por la música?”; en otro artículo se describe a sí mismo como, más que un diletante, un “amador deleitante”) es su perfil abiertamente franquista y su carácter de fervoroso cristiano, dos posturas, más la primera que la segunda, que llegan a desconcertar…
De cualquier manera, Prosa musical es, desde luego, un libro encantador y necesario. Mi recomendación es leerlo de a poco debido a su carácter fragmentario, de artículos, e ir intercalándolo con otras lecturas ya que puede resultar algo pesado si se intenta absorberlo en sesiones muy prolongadas.
En un momento Gerardo Diego escribe: “En la duda abstente. Pero en la fe, trabaja”. Si tenemos en cuenta la cantidad de material sobre música que escribió (¡y aún falta el segundo volumen!), sin duda podemos concluir que el poeta tenía mucha fe en la música: “…después de todo, ¿qué es la música, toda la música, sino un inmenso ‘Amén’, una multitudinaria y unitaria cadencia que se arrodilla a los pies del Señor?”.
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