En el libro Crónicas de mi vida, publicado en 1935, Ígor Stravinski (Rusia, 1882 – Estados Unidos, 1971) relata lo siguiente: “Un día, cuando escribía las últimas páginas de El pájaro de fuego en San Petersburgo, entreví, de una manera totalmente inesperada, pues mi espíritu estaba inmerso en otras cosas muy dispares, entreví, repito, en mi imaginación el espectáculo de un gran rito sagrado pagano: los viejos sabios sentados en círculo contemplando una danza por la muerte de una joven que sacrifican para ofrendarla al dios de la primavera. […] Confieso que esta visión me impresionó muchísimo”. Esto le ocurrió alrededor de 1910 y, sin que él fuera del todo consciente, ya se estaba gestando en su interior una de las obras musicales (e incluso artísticas, en general) más controvertidas y alucinantes de la historia que llevamos de raciocinio: La consagración de la primavera.
Como así apunta ese fragmento, Ígor se encontraba a pocos meses de estrenar El pájaro de fuego, su primer trabajo (de varios) comisionado por los Ballets Rusos, una célebre compañía de danza comandada por su compatriota Serguéi Diáguilev. Tanto esta composición como la siguiente, Petrushka (1911), se representaron con enorme éxito en la ciudad de moda de entonces, París. Stravinski, que aunque no residía formalmente en aquella ciudad (lo hizo más tarde, alrededor de 1920), de pronto era un nombre que se repetía constantemente en los circuitos intelectuales y artísticos. ¡Nadie se imaginaba lo que vendría!
Tras este buen comienzo llegaría el día 29 de mayo de 1913, fecha en que se estrenó La consagración de la primavera, un ballet en dos actos que en su totalidad dura aproximadamente 32 minutos. A priori, las expectativas eran altas por distintas razones: el éxito ya comentado; la participación de Vaslav Nijinsky como coreógrafo (apenas un año antes había generado polémica la erótica representación que hizo del Preludio a la siesta de un fauno de Claude Debussy, compositor francés que a la postre dijo sentirse obsesionado con La consagración, a la que calificó de “hermosa pesadilla”); y porque ya se comentaba por lo bajo que Stravinski había escrito una partitura compleja e innovadora. Como se diría hoy vulgarmente: el partido empezó calientito. Algunos fueron a ver qué ocurría y otros directamente a criticar.
Cabe mencionar que durante los ensayos Stravinski no se sentía satisfecho con la labor coreográfica de Nijinsky, a quien veía todavía muy joven e inexperto como para sacar adelante una producción de aquella altura, pero como éste era el consentido de Diáguilev, y como Don Serguéi Diáguilev era ni más ni menos que el dueño de la compañía, al compositor no le quedó otro remedio que aguantarse. Luego Ígor señalaría a Vaslav como máximo responsable por el embrollo ocurrido.
Aquel día de estreno, uno podía encontrarse en las butacas del Théâtre des Champs-Élysées a gente como Pablo Picasso, Jean Cocteau, Florent Schmidt, Camille Saint-Saëns (que aborreció la obra) o Coco Chanel (futura amante del compositor), una buena parte de la crème de la crème de la época.
Emociona imaginar esos compases introductorios de La consagración de la primavera (donde escuchamos, entre otras cosas, ese fagot misterioso, inquietante y agudo, llevado al extremo de su registro), que se han vuelto icónicos a lo largo del siglo XX y lo que llevamos de XXI, germinando por primera vez en público. El primer acto básicamente consiste en la celebración de la primavera; los personajes bailan apasionadamente sobre la tierra, la santifican y se funden con ella. La adoran. La segunda parte se enfoca en el sacrificio: la Elegida, una mujer joven y virgen, danza hasta la muerte en presencia de un grupo de ancianos que velan por el cumplimiento del ritual.
Faltaron pocos minutos de aquella música y de aquella coreografía para que en el teatro parisino se empezaran a remover en sus asientos algunos espectadores. Por un lado, los cambios bruscos de armonía y de ritmo, y que prácticamente no hubiese melodías que perduraran sino que predominaran los gestos esporádicos y en ocasiones espasmódicos, breves células temáticas (de ahí que se diga que La consagración no es una música que se pueda tararear); y, por otro, que los bailarines del escenario, que portaban vestidos arcaizantes, efectuaran unos movimientos raros, extrañamente articulados y hasta agresivos, completamente en contra de la estética romántica del siglo pasado, esa de tutús y colores pasteles, horrorizaron a unos (a conservadores) y deslumbraron a otros (vanguardistas). Abucheos, burlas, silbidos y cabreos por parte de los primeros y aplausos y bravos por parte de los segundos, quienes cruzaron comentarios de igual enfado. En medio de aquel barullo, Stravinski se levantó de su asiento y se fue a esconder tras bambalinas. El director Pierre Monteux y la orquesta, obedeciendo a su integridad como músicos, permanecieron inmutables al griterío y no pararon hasta el último compás. Nijinsky, que se encontraba detrás del telón observando todo, se dio cuenta de que los bailarines no escuchaban la música debido al creciente acaloramiento del público y se puso a guiarles a gritos. Diáguilev, que era el único que pudo imaginar una reacción así, se relamía los bigotes, un escándalo de aquel tipo le vendría de perlas a su negocio porque todos querrían ver qué causó tanta euforia. A su modo, los asistentes al estreno también interpretaron una Consagración, siendo el caos la tónica de toda la noche.
Desde entonces mucho se ha analizado y especulado. Este controvertido recibimiento sólo pudo ser causado por una obra que cuestionaba y provocaba, lo suficientemente capaz como para entroncar con los sentimientos más hondos del ser humano y con las resonancias más ancestrales y enigmáticas del cosmos mismo. En este aspecto, La consagración es todo un acierto. Stravinsky quería darle a la pieza un aspecto primitivista, caótico, demencial, visceral, que evocara un espíritu tribal, misterioso, antiguo y sagrado. Paradójicamente el autor buscaba regresar a los orígenes e impulsos más profundos de nuestra naturaleza, pero su obra terminó situándose en un contexto muy moderno y trasgresor, revolucionario incluso. Literalmente, cuando escribió la partitura quería que la música se manifestase de la misma manera que como surge la primavera en Rusia, no progresivamente sino de manera abrupta y violenta.
Con su ballet, Stravinsky alborotó a los demonios del mundo, que por aquellos años ya asomaban sus cabezas. Para el director de orquesta Sir Simon Rattle (de los vivos, quizá el mejor hoy por hoy) La consagración significó no otra cosa que el preludio de la Primera Guerra Mundial, que estalló un año después. Casi nada. Este director británico es un verdadero entusiasta de la obra. Entre otras cosas, al frente de la Filarmónica de Berlín participó en un proyecto humanista y esperanzador que consistía en acercar las artes a colegios y escuelas de estratos conflictivos y marginales en Alemania. Esta aventura se recoge en el documental Rhythm Is It, de los directores Thomas Grube y Enrique Sánchez Lansch, el cual recomiendo mucho y en donde La consagración adquiere especial relieve.
Después de este estreno la música ya no volvería a ser igual. La consagración de la primavera cambió al mundo. Ni siquiera el mismo Stravinski, que tenía tan sólo 31 años entonces, logró componer otra pieza a esa altura, si bien el resto de su obra (merecedora de su justa atención también) no continúa por la senda trabajada aquí, aunque, naturalmente, algunos paralelismos se encuentran. A mí me da la impresión de que el propio compositor no pudo asimilar lo que hizo. Es como si una fuerza superior le hubiese dictado la obra. Esto lo pienso porque, aparte de que, como ya he mencionado, La consagración se le apareciera en visiones y porque nunca volvió a publicar algo tan estremecedor, en sus Crónicas también escribe esto: “Me siento totalmente incapaz de recordar, después de 20 años, los sentimientos que me impulsaron a componer esta partitura”. Es como si La consagración nunca hubiese estado realmente en su interior. Para rematar, justo después del estreno el compositor ruso recayó en el hospital seis semanas, aquejado por una fiebre tifoidea. Era como si esa fuerza superior, al ya no necesitar sus servicios como compositor, le hubiese abandonado de pronto, dejándolo sin energías.
Realmente me parecería desconcertante que La consagración pudiese dejar indiferente a alguien, hasta ahora no he conocido a nadie. De hecho, suelo sentir cierta envidia cuando conozco a alguien que no la ha oído y que se dispone a hacerlo porque las primeras escuchas a consciencia (aquí no vale de mucho “ponerla de fondo”) de esta obra maestra son una de las experiencias musicales más impactantes, excitantes, enriquecedoras y reveladoras que se pueden experimentar todavía a día de hoy. ¡Cómo me gustaría poder revivir mi primer acercamiento a La consagración, uno de mis hitos como melómano sin duda!
No creo que La consagración pase nunca de moda ni que su fuerza pierda fuelle con los años. Estamos a un siglo de su estreno y aún resulta un reto tanto para intérpretes como para oyentes. Es un caso único e irrepetible y tenemos el privilegio de poder revisitarla cuantas veces queramos. Yo la he oído quizá más de cien veces y siempre consigue alterar mis emociones vívidamente, a un nivel que sinceramente no puedo explicar, que va más allá de la razón. Me gustaría hablar más sobre esta pieza; por ejemplo, sobre la influencia que ha tenido en los músicos de jazz, la manera en que se ha ido introduciendo en el imaginario popular o las varias versiones que se han publicado a raíz de este centenario, temas que me emocionan de singular manera. Pero mejor eso lo dejo para otras ocasiones, no quiero asfixiar al lector.
La consagración de la primavera cambió al mundo y me cambió a mí. Felices 100 años de eternidad, Ígor, que vengan otros siglos más.
Artículo publicado originalmente en Satélite Media.
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