26/02/2016, Teatros del Canal, Madrid. Ensayo general.
Pueden estar tranquilos todos aquellos que han agotado las entradas para las tres funciones programadas de este Don Carlo de Verdi en los Teatros del Canal que lleva la firma en la dirección de escena del propio director artístico de esta casa, Albert Boadella. Y pueden estar tranquilos porque lo que se les va a servir se sostiene, hay suficiente soldadura entre las partes, hay calidad y sobre todo hay gusto.
A ver, tampoco es que el montaje sea perfecto ni el no va más pero el producto final convence por encima de la media, especialmente y sobre todo por dos factores:
1) que el trabajo de Boadella, el de Ricardo Sánchez Cuerda (escenografía) y el del resto de implicados en la proyección visual, es sobresaliente. Se nota enseguida la enorme experiencia y oficio de que quien está al frente de un trabajo así, que busca pulcritud, significados esenciales que sugieran profundidades, y que economiza medios sin descuidar nunca la belleza ni el impacto.
2) que la partitura (y sus intenciones dramático-teatrales) es extraordinaria; Verdi es mucho Verdi, y esta obra en concreto es un espectáculo colosal (Verdi es puro mainstream) de gran drama de época, un drama romántico con ecos belcantistas, aires españoles, cantos al amor, sufrimientos por desamor, secretos, traiciones y daños irreparables, giros y golpes de efecto teatral sorprendentes y a la vez precisos.
La trama de Don Carlo se desarrolla entre Francia y España, y narra la historia, más ficcional que estrictamente histórica, en que el príncipe Carlos, trastornado y deforme, se ve arrastrado por la locura al ver frustrado su amor por Isabel de Valois, casada con su propio padre, el rey Felipe II.
Es la ópera de Verdi, estrenada en 1867, que más versiones tiene y casi con toda seguridad es la más extensa en duración de todas entre su catálogo. La versión que ofrece el Canal es una reducida si bien aún así dura sus buenas casi cuatro horas con dos descansos de 20 minutos y aplausos finales incluidos.
Sin duda fue la duración, aunque también la densidad orquestal y emocional de la obra, lo que hizo desertar a varios en el ensayo general. Hay que tener estómago para aguantar hasta al final, un corazón fuerte para sobrellevar una música de este calibre y comerse algún bocadillo en la cafetería.
A Manuel Coves al frente de la ORCAM se le podrían objetar algunos aspectos de su dirección pero lo cierto es que sostiene la función. No sé si sea especialmente brillante o personal lo que extrae del foso pero se deja el cuerpo para garantizar que una representación llegue a buen puerto.
La intensidad escénica se mantuvo de principio a fin y el reparto gozó de buenas voces que además se lucieron cuando les tocaba hacerlo: Eduardo Aladrén (Don Carlo, tenor), Simón Orfila (Felipe II, bajo), Nancy Fabiola Herrera (Princesa de Éboli, mezzo soprano), Damián del Castillo (Rodrigo, barítono), María Rey-Joly (Isabel de Valois, soprano) y Rubén Amoretti (Inquisidor, bajo).
El rey Felipe II comparte con el rey Moro Otello —ópera 20 años postrera a esta aunque sólo las separen Aida de 1871, que se estuvo representando sin tanta fortuna hace poco en el Teatro Calderón de Valladolid— los celos que llevan a ambos a perder el control de sí mismos.
Y si Roberto Devereux de Donizetti (que inauguró en el Teatro Real la presente temporada) subraya un episodio oscuro de la Corte de la reina Elisabetta de Inglaterra, Don Carlo es una leyenda negra del reinado de Felipe II.
Ahora mismo tenemos a Verdi en el Canal y a Wagner en el Real. Los dos titanes del siglo XIX siguen agotando localidades.
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