Al entrar en este poemario nos topamos de bruces con la blancura de Moguer o con una Cádiz airada y levantisca; el poeta recuerda y construye una realidad que es atemporal, creada a partir de vivencias e invenciones, que es más que la suma de sus partes. En nuestro primer recorrido ya hallamos los ingredientes que veremos repetidos durante el resto de la obra: observación y remembranza, respeto profundo hacia el acto creador y el poder narrativo de la memoria. Aceptamos la invitación a caminar, a recorrer este libro ideado para ser paseado. Una vez dentro pronto apreciamos un tono pausado que facilita la contemplación; pero también, y esta es una cualidad que me ha gustado especialmente, hay una amenaza latente en cada poema, como si el autor quisiera advertirnos de que no es oro nada de lo que reluce.
Predominan en Mediodía en Kensington Park (2015, Isla de Siltolá, Colección Tierra) los poemas en prosa de longitud variable sin llegar ninguno a exceder física o técnicamente el límite del tedio o el desinterés. Podemos encontrar también piezas más cortas que acompañan bien a la equilibrada estructura general del libro.
La sensación que se experimenta al leer esta obra es la de circundar un algo para desentrañar todas sus facetas, para poder verlo desde todos sus ángulos. Como un visitante curioso en un museo que desea ver hasta el último pliegue de piel de una escultura magnífica. Aquí la piedra con la que se construye esa estatua es liviana aunque contundente. El lenguaje, siempre evocador, cumple con creces la labor indagatoria que parece presidir el poemario y además posee un resto de ternura y melancolía que acompaña muy bien las descripciones que son tónica predominante y que nos ofrecen miradores en los que detenernos a disfrutar de una globalidad muy bien ensamblada.
El poemario podría considerarse como la búsqueda —en la vida, en la personalidad y en la poesía— de un centro y en ese centro, aguardando, la esencia. Ese lugar capital, esa clave que articula y justifica todo lo que la orbita, parece estar ocupado por un parque, no uno en concreto, aunque pueda parecérnoslo, sino todos aquellos que se recuerdan o una mezcla armónica de esos vergeles donde la voz y la mirada se sentó un día a contemplar sin intervenir cómo transcurría la existencia y cómo surgía la poesía. Una forma de acercarse a las líneas de Javier Sánchez Menéndez es considerar sus percepciones como un banco de ese parque en el que acomodarse para intentar aprehender lo real.
El paisaje, sus descripciones certeras y un tanto oníricas, sus variaciones, sus sombras y sus vaivenes en el tiempo y el espacio, puede ser un trasunto de cómo siente y reacciona el poeta ante lo que observa. Se trata de un poemario en consecuencia sensitivo, lleno de aprecio por la luz y por los colores que narran, colores que no son sólo barniz sino matiz de lo que cubren u ocultan. El paisaje como una fotografía, muy elaborados a veces sus detalles, pero también cargado de emoción, asiento de lo que el poeta experimenta, goza y sufre.
La inclinación a la melancolía también está presente, se recuerda a la madre y los lugares idealizados y ya perdidos. El poeta sabe medir con soltura la dosis de una sustancia tan peligrosa como la nostalgia, que puede llegar a almibarar demasiado una obra, pero que aquí la cubre como una fina capa que aporta matices al clima de lo que nos ofrece. El papel de la evocación es importante, la memoria que no sólo recuerda, sino una memoria transformadora y viajera como la que muerde la manzana en el cuarto poema:
Javier Sánchez Menéndez, autor de «Mediodía en Kesington Park». Foto: José del Río Mons.
“Son las diez de la noche. Ya todo el mundo duerme. Yo muerdo la manzana mientras vigilo el plato. El olor a comida en madrugada hace que venga al huerto, al patio de mi tía en Puerto Real, la transparencia habla. Es tarde. Los párpados se cierran. El olor y tu beso, precisamente. También tengo recuerdos”.
Quizás podríamos considerar este poemario como un collage sin marco donde se mezclan espacios de diferentes tiempos y lugares para formar un sólo enclave ideal pero no idílico. Los textos están compuestos con imágenes diáfanas y frases casi siempre breves que aportan una cadencia muy característica. El resultado: una experiencia sensorial única, más allá de la mera contemplación de un paisaje intelectual, emocional o percibido. Un todo muy logrado en el que es fácil perderse, como es fácil pasear por la versión que más nos guste de nuestro jardín personal.
El estilo es contundente y directo, capaz a veces de golpearte, y muy pulido, sin circunloquios y alejado del costumbrismo fácil o de la sensiblería. También destaca la riqueza temática. Se toca por ejemplo la inevitabilidad de la muerte y su continua presencia, las diferentes formas de escribir poesía (ver el poema 13, titulado “Chile”), la crítica a los odres vacíos, a las apariencias, la infancia idealizada, las raíces; la luz, la sombra y las diferentes formas de habitarlas; muchos mimbres para urdir este sólido trabajo. Hay que decir también que Mediodía en Kensington Park forma parte de Fábula, proyecto personal de Sánchez Menéndez compuesto por diez libros del que este es el cuarto (los anteriores son La vida alrededor, 2010, Teoría de las inclinaciones: Cadión, The Feelings y The Face, 2012, y Libre de la tormenta, 2013; el resto no han sido publicados aunque ya se conocen los títulos).
El autor, además, nos ofrece un catálogo de sus gustos literarios. Podemos jugar a descubrir las influencias de los autores que menciona en los poemas o simplemente rememorar nuestra experiencia con ellos. Notamos la omnipresencia de Nicanor Parra, pero también están Novalis, Rilke o toda la panoplia de voces que aparece en el poema catorce, “La representación”.
En definitiva: un poemario vital pero contemplativo, contundente sin ser áspero, amplio en sus territorios y lleno de un intimismo que no resulta opresivo. Un jardín que el poeta hace público, un buen lugar para ser transitado mientras vamos buscando nuestro propio centro.
Foto cabecera: Jaime Sánchez Martín.
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