El Museo Thyssen de Madrid acoge la más amplia retrospectiva europea de Edward Hopper (Nyack, 1882 – Nueva York, 1967). Más de 70 obras entre grabados, acuarelas y óleos nos conducen por escenarios norteamericanos. Hopper centra su atención en los lugares de paso. Los escasos seres que ahí aparecen están hundidos en un aislamiento visual y comunicativo. Ni se miran ni se hablan, pero atienden a que algo ocurra. El espectador, eterno mirón, es introducido por el artista hacia escenas despojadas de todo indicio, poco antes del comienzo de la acción. ¿Qué pasará? No hay manera de adivinarlo. Se trata de arquitecturas y paisajes reducidos a lo esencial, sin ningún elemento anecdótico. Lugares anónimos y personajes desgarrados se enmarcan en composiciones minuciosamente concebidas. Habitaciones de hoteles, oficinas de noche, teatros, estaciones de trenes, casas aisladas en el campo y muchas gasolineras pintadas de rojo Coca-Cola. Escenas de la vida cotidiana, anodinas y melancólicas, presentadas sin condescendencia. De todo esto se ocupa Edward Hopper, aunque confiesa que su intención originaria era simplemente “pintar la luz en el ángulo de la pared o sobre un tejado”. La calidez de este propósito choca con la inquietud que sentimos frente a sus obras, cuyos elementos rehúyen una mirada estable. Al estado de tránsito de lugares y personajes se acopla así el movimiento de nuestra mirada. Esperamos algo que no sabemos definir y que se dará fuera del cuadro, añoramos un diálogo que no encuentra cabida. Sus obras son contenedores de elementos ajenos entre sí.
“Soir Bleu” (1914) es una pieza ambiciosa y extraña dentro de su período de formación. Lleva huellas de sus estancias parisinas en la variedad humana que despliega y en el título, un poema de Rimbaud. “Iré, cuando la tarde cante, azul, en verano, / herido por el trigo, a pisar la pradera; / soñador, sentiré su frescor en mis plantas / y dejaré que el viento me bañe la cabeza”. En un escenario sensual y crepuscular, Hopper presenta diversos actores del drama humano. Al centro, el tristísimo clown es un autorretrato del artista, deslindado de los demás, solitario entre la bohemia y la rica burguesía.
“Soir Bleu”, 1914.
El artista se ganaba la vida trabajando como ilustrador, una técnica que maneja con soltura pero que despreció profundamente y que definió como “una experiencia deprimente”. Solamente a partir de la exitosa individual en la galería Rehn de 1925 podrá dedicarse por completo a su arte. Esta actitud negativa hacia el oficio de ilustrador no es compartida por otros artistas contemporáneos a él como Winslow Homer y John Sloan que lo practican sin tabúes. Sin embargo, Hopper representa, en su arte, a personajes ensimismados y meditabundos que opone a la visión optimista de las ilustraciones comerciales, cuyo fin es fomentar el entretenimiento y el consumo. Pretende conciliar realismo y formalismo. William Seitz, comisario del pabellón estadounidense de la Bienal de São Paulo de 1967, individuará este propósito en su pintura y sabrá relacionarlo con las instancias de las nuevas generaciones (Jasper Johns, Roy Lichtenstein, Andy Warhol, Tom Wesselmann…). En su exposición presenta los protagonistas del pop art (muchos de los cuales provienen de la ilustración comercial como Warhol y Rosenquist) junto a obras de Hopper que define como “el puente entre la Ash Can School y la década del pop art”.
En la retrospectiva del Thyssen podemos ver también la célebre “Casa junto a la vía del tren” (1925). Se trata de una composición típica del artista, con un motivo en la parte inferior del cuadro, la vía del tren, que impide tener una imagen completa de la casa. Elige un punto de vista bajo y evita, como siempre, ofrecer una visión frontal del asunto representado. Se trata de un cuadro importante también de cara a la fortuna pública del artista. Lo adquiere en 1926 Stephen C. Clark, un influyente coleccionista y desde entonces gran defensor de Hopper; Clark se dedicará a promocionarle en los patronatos de los principales museos norteamericanos y dona esta obra en 1930 al recién nacido MoMA. Cuatro años más tarde Alfred H. Barr, director del museo, inaugurará la primera retrospectiva de la obra de Hopper.
Se suele indicar que la “Casa junto a la vía del tren” posiblemente le haya sugerido a Alfred Hitchcock la localización de Psicosis. Sea como fuere, la gran afinidad entre el cine, la fotografía y las obras de Hopper es indudable y ha sido profusamente investigada. Muchos son los directores de cine que han reconocido su afición a la pintura del artista, desde Elia Kazan hasta Wim Wenders. Una relación que fluye en ambos sentidos; de hecho resulta fácil adivinar cómo Hopper se sirve de la fotografía y del cine para construir sus pinturas, tanto en el encuadre como en la iluminación. A menudo la imagen es deliberadamente truncada, ofreciendo al espectador sólo un fragmento de la escena que parece continuar fuera del plano pictórico, como ocurre en lo fotográfico. Se trata de un recurso ampliamente explotado ya por Edgar Degas, artista al que Hopper debe mucho.
“Casa junto a la vía del tren”, 1925.
Otro pintor que le es afín es Giorgio de Chirico. En particular por el recurso de multiplicar los puntos de fuga y ofrecer una disposición engañosamente estable. Un sentimiento de desamparo se apropia del espectador frente a las aberraciones de la perspectiva y a la imposibilidad de “construir un espacio coherente que sea la prolongación de su propio entorno”, escribe Jean Gillies en 1972. Seductora a la vez que amenazante, la escena, en la pintura de Hopper, está siempre a punto de derrumbarse.
Una sensación de extrañeza se asoma cuando nos adentramos en estos lugares prosaicos, donde la ausencia de lo narrativo amplifica lo psicológico. “Dos cómicos” (1966), ultima fatiga de Hopper, representa al artista y a su mujer disfrazados de actores de la commedia dell’arte mientras se despiden del público acercándose al borde de un desmesurado escenario teatral. Se trata además de un homenaje a Watteau, el artista que con infinita ternura cantó sobre la frivolidad de la existencia y su representación, entre el juego y la fiesta. Y si bien apuntaba Shakespeare que la vida no es otra cosa que teatro trágico, Hopper pone en escena todo el artificio y lo aparatoso de la existencia; un tránsito expectante por lugares a los que no pertenecemos, como un actor que no pertenece a las escenografías entre las cuales se desplaza sin descanso, que simplemente las encuentra y pasa entre ellas. El drama alcanza así su final y la caída del decorado deja un escenario vacío donde se asoma la melancólica certidumbre de una espera sin esperanza.
«Dos cómicos», 1966.
Artículo publicado originalmente en Fac magazine.
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