En la escena final de La dolce vita (Federico Fellini, 1960), rodada en la playa de Passo Oscuro, aparece de pronto un monstruo marino siendo arrastrado hacia la orilla por un grupo de pescadores. Esta actividad llama la atención de una pandilla de despreocupados amigos que se encontraban por ahí luego de una noche de juerga (entre los que se halla Marcello Rubini – interpretado por Marcello Mastroianni-). Para el autor Stephen Gundle (Inglaterra, 1956) este es el único símbolo (“una presencia inexplicable e incómoda”) que utilizó el director italiano para representar en su película el turbulento caso del asesinato de Wilma Montesi (una chica aparentemente normal de clase media de 21 años), ocurrido el 9 de abril de 1953 en la playa de Torvaianica (un pequeño pueblo pesquero, popular entre las parejas jóvenes, a unos 45 kilómetros de Roma) que se vio envuelto en un aura de misterio y contradicciones que aún hoy no se han podido aclarar del todo y que salpicó a muchos personajes influyentes de la clase política italiana del momento.Entre los más destacados sospechosos involucrados en el asunto estaban Piero Piccioni, popular músico de jazz e hijo de un ex ministro de exteriores de la Democracia Cristiana, y Ugo Montagna, marqués de San Bartolomeo y hombre de turbios negocios, vinculado a la mafia (“mi patria es mi billetera”, solía decir).
Según Wayland Young, escritor y periodista inglés encargado de cubrir el caso para un periódico británico, “el asunto Montesi fue una válvula de escape para las tensiones acumuladas durante la guerra fría”. Poco a poco y durante el transcurso de varios años, un panorama de libertinaje (drogas, orgías, prostitución, mafia, dinero fácil, corrupción, especulación inmobiliaria, etcétera) que se escondía en la capital italiana (“una Roma de paso y no de raíces, de ambiciones y no de tradiciones”) salió a la luz. “Ya fuese como negocio, entretenimiento o elemento político, el asunto Montesi se había convertido en el mayor espectáculo de la década”.
Paralelamente, en la Roma glamurosa de los años cincuenta (se le conocía entonces como “la tierra del amor y del romance”, cuando nació lo que después se conocería como el fenómeno “paparazzi”) se producía una época espectacular en el cine italiano. Directores, actrices, actores y artistas de todo el mundo sucumbían ante los encantos del espíritu de la ciudad. Pasaron por ahí nombres como Tyrone Power, Elizabeth Taylor, Ava Gardner, Ingrid Bergman (que dejó a su marido para casarse con el director Roberto Rossellini) y por supuesto “la reina de la noche”, Anita Ekberg, “la mujer más deseada de Roma, la chica de las fantasías de cualquier heterosexual”, que se convirtió en un ícono del siglo XX por su mítico baño en la Fontana de Trevi. Toda esa “dulce vida” llena de placeres y desenfado generacional que podían vivir unos pocos privilegiados y que soñaba e ilusionaba al resto de la sociedad italiana/europea aquejada por la postguerra, se vio magistralmente retratada por Fellini ya que su película “no fue una investigación de un mundo corrupto sino una asombrosa celebración visual de una Roma en pleno cambio en la que se mezclaba una veta de moralismo y nostalgia”.
La muerte y la Dolce Vita (Seix Barral, 2012) se trata de un estupendo libro rigurosamente documental que sin embargo se lee como si fuera una emocionante novela policiaca y de misterio compuesta de interesantes giros dramáticos. Muy probablemente nunca se vaya a saber toda la verdad sobre el caso Montesi, pero desde la distancia ha pasado “a ser recordado como una extraordinaria manifestación del poder de la prensa y de la opinión pública, que iba más allá de los límites de lo que se consideraba razonable”.
Artículo publicado originalmente en Fac magazine.
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