Los veranos en Madrid siempre son iguales: sofocantes, lentos y aburridos. En general, en Europa las estaciones sí cambian considerable y en ocasiones drásticamente entre una y otra. En México, al menos en Morelia, se notan pero no tanto. En España he podido comprobar que el humor y ánimo de la gente mudan bastante dependiendo de la estación, en cambio, me da la sensación de que en gran parte de México casi todo el año conservamos el mismo temple porque vivimos en una especie de eterna primavera (más calurosa y tropical que fría, eso sí). Ya se sabe, el clima es un factor clave que determina las características y mentalidades específicas de un pueblo: en México se relativiza, en Europa se radicaliza.
La realidad que yo me he encontrado en España es que durante el resto del año la mayoría de la gente no hace otra cosa que esperar y anhelar ansiosamente el verano, como los oficinistas que, asqueados de su rutina, cuentan desesperada y un poco patéticamente los días hasta que llega el viernes, sinónimo de libertad y euforia. Me consta que a más de uno le gustaría que el soleado verano se dilatase durante la mayor parte del calendario pero, menos mal, su duración es de tan sólo tres meses (y tampoco es que haga el mismo tiempo todos y cada uno de esos días, también hay tardes de vitalizantes corrientes de aire o incluso te puede sorprender alguna tormenta esporádica, etc.).
Sinceramente, a mí no me hace mucha gracia el verano. Cada año lo he ido aceptando un poco más, pero sigo sin tragármelo del todo. Tengo mis buenas razones para ello. La principal es, por supuesto, el calor. Antes de venir a Madrid mi referencia más extrema en cuanto a altas temperaturas era Las Colonias Cenobio Moreno (una localidad de Apatzingán), lugar que visité repetidas ocasiones durante mi infancia y pubertad porque ahí nació mi padre. No por nada aquella zona michoacana se le conoce como “Tierra Caliente”. Me acuerdo perfectamente de las deliciosas siestas en la hamaca debajo de un frondoso árbol que se erguía poderoso en la casa de mi abuela, el cual proyectaba una magnífica sombra donde poder arrullarse plácidamente. Cuando experimenté por primera vez el verano en Madrid me di cuenta, para mi total sorpresa y hastío, que no sólo es que el calor pudiese igualarse al de Apatzingán, sino que en ocasiones lo superaba. Encima (y lógicamente), el calor se lleva peor en Madrid que en un lugar como Apatzingán porque esto es una capital, hay asfalto, coches, viviendas pequeñas, metro y mucha gente. Las Colonias es un pueblo y como tal se puede respirar mejor.
Otro aspecto que me fastidia de los veranos en Madrid es que todo acontece mucho más lento que de costumbre. El transporte público tarda más en llegar, muchos establecimientos, comercios y servicios o están cerrados por vacaciones o sólo abren media jornada. Si necesitas conseguir algo en verano, como por ejemplo en mi caso hace un par de años arreglar un papeleo, es mejor que te lo tomes con filosofía porque si no sólo te vas a cabrear. El apaciguamiento social impera y las calles durante el día son un desierto. De la misma manera, eventos ocio-culturales hay pero menos, los mejores se reservan para otros meses con tránsito y afluencia más asegurada.
Otro aspecto es que la gente que se lo puede permitir se esfuma todos los días que le son posibles y no es para reprochárselos. Madrid entonces se vacía, los amigos se ausentan largas semanas y las calles se llenan no de ciudadanos locales sino de turistas, una masa impersonal que usualmente se conforma con absorber de manera superficial su experiencia en una ciudad concreta. Yo me iría también pero en este momento no está dentro de mis posibilidades económicas (como en el de mucha gente ahora en plena crisis) y si las tuviera no sé si me atraería la idea de vacacionar en verano cuando la mitad del mundo está haciéndolo (¿ir a una playa atestada de muchedumbre? ¡Ni hablar!). Un consejo: si algún día tienen pensado venir a Madrid o a cualquier otra ciudad europea, traten de no hacerlo ni a finales de julio ni en agosto porque definitivamente verán una versión mínima e incompleta de la ciudad. El verdadero y auténtico ritmo y pulsión de la capital es otro y no el que se vive en estos meses de modorra.
Además y a tener muy en cuenta si se vive aquí alguna vez: el verano es la estación más improductiva del año. Con el termómetro a veces marcando los cuarenta grados a nadie le apetece trabajar o hacer algo de provecho (¡la siesta, invento español, se comprende entonces en toda su plenitud durante estos meses!). Es por esto que los bares, las terrazas y las plazas se llenan de gente haciendo lo único que se puede hacer con criterio en verano: beber, charlar, tratar de pasarlo bien y dejar fluir las horas. Yo me propuse planes de trabajo este verano que me están costando mucho esfuerzo consumar. ¡Si es que me he descubierto a mí mismo de pronto con un libro sobre la cara, dormido, babeando y completamente noqueado!
Por eso y por otras cosas, para mí el verano en Madrid, y sobre todo en el mes de agosto, es como un domingo largo, una temporada propensa a la inactividad y al tedio, que me causa más sopor que otra cosa. Pero bueno, después de todo, hay algunos aspectos del verano en Madrid que sí me gustan y que regocijan mi vida: el escenario generalizado de buen humor, fiesta y despiporre (aunque esto también tiene su aspecto negativo: percibo que a la gente, sobre todo a los jóvenes, les hierve más la sangre que de costumbre y en ocasiones noto tensión en según qué determinadas circunstancias o ambientes), e incluso la policía se muestra tolerante y permisiva; la vida nocturna que se hace para evitar el bochorno diurno (por ejemplo, es perfectamente normal encontrarse gente a las dos o tres de la mañana paseando al perro o recargada sobre el alfeizar de la ventana de su casa, refrescándose); las verbenas de la ciudad, las fiestas autóctonas, sobre todo la de la Virgen de la Paloma (a la que iré sin falta esta semana), son una de las cumbres del madrileñismo-way-of-life; ¡el cine a tres o cuatro euros! (desde hace unos años a la fecha, los cines Renoir apuestan por esta bendita promoción. El sangrante precio el resto del año puede oscilar entre 6 y 9 euros); poder ir en manga corta por la calle, sea de día o noche (aunque, a decir verdad, me gusta estéticamente más la ropa de otoño e invierno).
Y, lo confieso, hay días que agradezco que en verano haya poca gente en las calles y en el metro, así uno puede andar a sus anchas y estirar los brazos, reír despreocupadamente y contemplar de un modo más sosegado lo que la ciudad tiene de bonita y que en otros meses más fríos, lluviosos y acelerados no podemos mirar con más detenimiento. Sí, también se gana.
Artículo publicado originalmente en Satélite Media.
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