Definitivamente a Paolo Sorrentino ya le debemos de colocar el calificativo de maestro antes de mentar su nombre. Se lo ganó ya de por vida en el 2013 con La grande bellezza, y con La juventud (Youth, 2015) mantiene y aumenta su estatus de autor de grandes vuelos.
Aunque también hay que decirlo: La juventud no tiene el mismo alcance que La gran belleza ni en sus fines poéticos ni metafísicos ni artísticos, si bien de vez en cuando lo consigue.
La juventud, así como ya se plasmaba en la anterior, es una película que nos enfrenta ante las extrañas e incomprensibles pulsaciones de nuestros deseos, anhelos más profundos, frustraciones y la insatisfacción continua y aparentemente irremediable del ser humano.
El maestro napolitano de 45 años (¡lo que le queda por darnos todavía!) sigue explorando el vacío existencial al que nos vemos condenados, pareciendo llegar a la conclusión, como así ocurre también en la novela Karoo de Steve Tesich y en tantísimas obras más a lo largo de la historia, de que, hagamos lo que hagamos, seamos quienes seamos, la vida inevitablemente termina siendo dolor, que sufriremos y haremos sufrir, y que no encontraremos otra cosa que un océano de nada desasosegante una vez hayamos conseguido o no lograr nuestras ambiciones y deseos en el ocaso de nuestra vida, periodo vital en el que se encuentra Fred Ballinger, afamado compositor y director británico retirado y en estado de permanente apatía interpretado por un Michael Caine que, sin dar necesariamente cátedra y más bien tirando de experiencia (más sabe el diablo por viejo que por diablo), logra dar con el tono justo y adecuado para encarnar a un personaje que, como Toni Servillo en anteriores filmes de Sorrentino (con La gran belleza como ejemplo máximo, claro está), ejerce de emisario, de trasunto del cineasta italiano, para comunicarle al público, a la historia y al arte su visión de la vida, de la misma manera que Marcello Mastroianni dio voz terrenal a ese semidios llamado Federico Fellini.
Pero Sorrentino no expresa estas confrontantes y desalentadoras ideas existenciales de forma especialmente áspera, más bien al contario, su película es hermosa, revolcándonos intelectual y sentimentalmente como lo hacen algunas grandes olas en la playa, haciéndonos tragar agua y arena, pero a la vez haciéndonos sentir conmovedoramente vivos mientras contemplamos el atardecer desde ahí.
El otro gran personaje de la película es el que interpreta Harvey Keitel, un director también mayor que se encuentra escribiendo el guión de lo que él llama su “testamento”. No es sino otra cara de Sorrentino, mucho más optimista y apasionada, aunque, paradójicamente, su destino es trágico.
Por supuesto, el film también habla de cómo la vida se nos escapa irreparablemente de las manos, siendo la juventud —que aquí encuentra su máxima representación en una Miss Universo encarnada por Madalina Diana Ghenea— un elemento simbólico de lo más bello y ardoroso de la vida, a la vez de lo más efímero e inalcanzable.
No obstante también se pueden extraer del film lecciones que pueden ayudarnos a vivir vidas más felices, como cuando el personaje de Paul Dano, un joven actor frustrado que odia que le recuerden por su película más comercial y banal, concluye que “las emociones son lo único que tenemos”, para, acto seguido, decidir entregarse a plasmar el placer y abandonar el horror que produce el vacío.
Debajo de todo ello persiste, quizá como auténtico eje del film, un irrenunciable y hasta diría fatídico amor hacia la música, y quienes nos debemos a ella de una u otra manera (me incluyo) veremos reflejado aquí, una vez más, que ella es nuestro camino, destino y finitud, y que no nos queda más remedio que abrazar esa aceptación con todas sus consecuencias. Por eso creo que los melómanos no pueden perderse esta película.
La banda sonora incluye música de Mark Kozelek, que aparece en el film, así como la soprano surcoreana Sumi Jo. Mención especial merecen las composiciones de David Lang, que en el film son obras creadas por el protagonista, y que encuentran su culmen en la escena final.
Consciente de que el deseo es el único motor real de nuestra existencia, Sorrentino firma otra gran película, casi una obra maestra, para destacar y enmarcar en lo que llevamos de este árido, horrible, frívolo, deshumanizado e insatisfactorio siglo XXI.
¡Hurra por el Maestro Sorrentino!
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