A los pocos meses de haber llegado a Madrid en el año 2008 descubrí de pura casualidad, yendo de un sitio a otro de la ciudad, una tienda llamada Diverdi. Aquel primer encuentro me impactó muchísimo porque jamás en mi vida había visto un establecimiento de discos que sólo se dedicara a la música clásica y que, a la vez y considerando esto, fuese tan espaciosa e imponente. Era un local amplio, luminoso y ordenado. Como caídas del cielo, las voces de sopranos y tenores, las cuerdas, los alientos y demás instrumentos propiciaban un ambiente de paz y buen gusto. Me sentí feliz de que en la ciudad donde estaba viviendo pudieran existir, y sobre todo resistir, sitios como aquel en un momento de hecatombe cultural, y en mi imaginación Diverdi era como un oasis en mitad de la urbe donde uno podía escapar de los horrores del mundo y de las miserias de la propia vida mundana aunque fuera sólo por el momento en que estuvieras ahí de compras.
Aquel primer día no pude llevarme nada por la sencilla y triste razón de que en mi bolsillo sólo había pelusa. Pero volví en distintas ocasiones y siempre me llevé a casa discos, aun cuando ello equivalía a semanas comiendo medio mal o meses enteros caminando de un extremo a otro de Madrid, ahorrando así los euros del metro o el autobús. Estos sacrificios se compensaban porque la música que iba consiguiendo me hacía especialmente dichoso.
Como melómano tengo la consciencia limpia, nadie me puede achacar que no he puesto de mi parte para retribuir adecuadamente el esfuerzo de creadores, intérpretes, promotores, distribuidores, casas discográficas (la gente las repudia como si todas fueran multinacionales perversas y exprimidoras cuando la gran mayoría de ellas son pequeños negocios), etcétera, gente a la que admiro por su entereza, sapiencia y por sus ganas y entusiasmo al emprender tareas que a priori parecen tan descabelladas como lo puede ser el defender la cultura y el esplendor intelectual en este mundo soez y mediocre donde sólo triunfa el oscurantismo y la mezquindad, lanzando al mercado productos valiosos, ediciones cuidadosamente detalladas y mimadas.
Pero, ¡oh, cruel fatalidad del destino!, primero te dejan probar la miel para luego arrebatártela sin conmiseración, dejándote sólo mierda a cambio. Como ya se podía preveer debido al declive actual de este mercado, Diverdi ha anunciado que cerrará sus puertas definitivamente a lo largo de junio y julio, liquidando lo que les queda de depósito, luego de 23 años ininterrumpidos de servicio. La noticia me puso muy triste por varias razones. Diverdi no sólo era una tienda, funcionaba también como una distribuidora (muchos sellos extranjeros ya no repartirán sus productos en España) y además imprimían un boletín de manera gratuita donde publicaban, entre otros varios artículos, reveladoras críticas de las novedades que iban surgiendo dentro del circuito de la música clásica. Diverdi no sólo era una tienda, ¡sino una referencia!
Pero además hay motivos muy personales para que me deprima particularmente este hecho: en los peores momentos que he vivido en España me prometí a mí mismo, me fijé la meta, de que cuando por fin consiguiese equilibrar mi situación económica, cuando lograse cruzar la barrera de la mera supervivencia, me haría cliente habitual de Diverdi, visitando la tienda al menos una vez al mes. Pero mucho me pesa que esa idea ahora es mero humo y siento como si una de mis ilusiones más puras y sinceras, una que me daba fuerzas para seguir luchando, se ha truncado de mala manera.
En los últimos años hemos estado presenciando un panorama lamentable. ¿Ya cuántos negocios culturales se han ido al traste desde hace más o menos una década? Cines, teatros, salas de conciertos, librerías, galerías, tiendas de música… todo está muriendo. ¿En qué se convertirá el local donde ha estado Diverdi más de dos décadas?, ¿en un Starbucks, un McDonalds, ¡una sucursal de un banco!?
Los que consumen música y que no han sacado una sola moneda de sus bolsillos desde hace años se excusan en lo de siempre: que si la industria musical es una mafia (lo dicen con soberbia y como con un deseo de venganza que no comprendo, como si otras industrias y actividades mucho más dañinas y que afectan nuestras vidas de una forma más directa no fuesen más culpables de todo lo que está pasando), y que no importa que no se compren discos porque es con el directo como se están ganando la vida los músicos hoy día, entre otros alegatos que ya me sé de memoria pero que no son necesariamente tan verdaderos como se quieren ver o creer. De todos los conciertos a los que he ido este y el año pasado, no recuerdo más de tres que completaran el aforo. La realidad es que tampoco se asiste mucho a los conciertos. Que haya gente que llene estadios es tan sólo un espejismo de lo que ocurre, y a las cifras me remito. Además las inútiles, ineptas y malvadas autoridades gubernamentales, como es de esperarse ya que nunca han hecho nada bien en la vida, tampoco lo ponen fácil. En España el IVA aplicado a la cultura pasó del 8% al 21% de un día para otro, por ejemplo. Yo sé que muchos no tendrán lo suficiente como para hacer el gasto en este tipo de cosas (se nos quiere hacer creer que la cultura es un lujo), pero tampoco creo que la mayoría tengan las ganas de hacer el esfuerzo ni la consciencia ni el hábito.
No obstante, estoy convencido de que el verdadero drama no reside en el IVA, sino en la educación nefasta, retrógrada y aborregada que recibimos desde pequeños en nuestras casas, en las escuelas y, en fin, en todo nuestro entorno social. Se ve mucho la televisión y se leen pocos libros; se habla mucho de fútbol y nada de poesía; se recurre en demasía al alcohol para transformar la realidad, pero poco al arte; se presume de ropa de marca, móviles y coches de última generación, pero no de cultura; no se escatima a la hora de divertirse pero sí a la hora de aprender… En suma, la mucha ignorancia y displicencia y la poca sensibilidad intelectual y emocional con las que nos adiestran desde que nacemos es el verdadero enemigo a vencer, una batalla que claramente estamos perdiendo.
También me atribula que incluso dentro de mi círculo social encuentro actitudes negativas, destructivas, necias y porfiadas. A muchos les trae sin cuidado este derrumbe e intuyo que algunos hasta creen que lo tienen merecido. Noto que les molesto cuando les hablo de esto, seguramente porque les cuestiono su ética y su moral (ellos sí, claro, defienden a muerte sus intereses y se indignan cuando no se les remunera adecuadamente). Incluso algunos me toman por tonto por seguir comprando discos, pudiéndomelos robar tranquilamente por internet. Pero no, mi integridad me impide hacer algo así (recurro al Spotify cuando no tengo otro remedio pero definitivamente esta aplicación no retribuye justamente a los músicos ni a sus editores). Yo sí aprecio el trabajo bien hecho (ya fuese el de un artista o un panadero) y el esfuerzo de todos aquellos que ponen de su parte para ver materializado su arte. Doy porque también me gustaría recibir.
Con mucha aflicción en mi ánimo fui a Diverdi quizá por última vez y de nueva cuenta me gasté lo que no tengo. Me hice de un disco de György Ligeti, otro de Shostakovich, un recopilatorio que compila piezas para percusión de varios compositores, uno más de Mauricio Kagel y finalmente uno con dos sinfonías, una de Paul Hindemith, otra de Arthur Honegger, de los cuales sólo he tenido tiempo de escuchar uno pero ya irremediable y gustosamente todos forman parte de mi vida, de lo que soy y seré.
Mientras hacía mi compra, uno de los empleados de Diverdi me transmitió su tristeza y preocupaciones (entre otras cosas irá al paro luego de que cierre la tienda) pero me atendió rápido y eficazmente, como sólo lo pueden hacer aquellos que saben de lo que están hablando porque conocen su materia. Al lado de mí había un hombre de entre 45 y 50 años que se llevaba una buena torre de discos a su casa (podrían haber sido 60, 70), la cual miré con un poco de celos, pero cuando crucé una mirada con él, traté de transmitirle mi honesta simpatía porque si yo pudiera también habría adquirido esa cantidad de álbumes o más. Otro cliente fue a despedirse de ellos y dijo que no iba a comprar más porque ya tenía muchos discos en su casa sin oír y que no era capaz ni intelectual ni emocionalmente de procesarlos. Sentí pena por él porque es como si uno de nuestro bando renunciase, rendido ante la magnificencia de la belleza suprema. Y de serles sincero, creo que tal como están las cosas no nos podemos permitir el lujo de tirar la toalla.
¡Ay, ahora mismo suspiro con tanta amargura y resignación! Me encuentro rabioso y zozobrado. El poco mundo con el que me identifico se está extinguiendo de forma raudal. La maldad y la vulgaridad se imponen una vez más. Y aquello que verdaderamente dignifica al ser humano, el arte, sufre el frío desapego del grueso de la sociedad y se ve con ello condenado a la progresiva marginalidad, un soterramiento que sólo beneficia a los grandes poderes (los auténticos villanos de esta historia): el económico, el político y el religioso.
Echaré mucho de menos a Diverdi y trataré de hallar consuelo, como siempre, en la música…
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