Al leer las Narraciones extraordinarias de Edgar Allan Poe, uno no puede dejar de prestar atención a ciertos rasgos que aparecen con regularidad casi obsesiva en varios de los textos; rasgos por los que se ha caracterizado al autor estadounidense pero por los que igualmente ha sido encasillado.
Apelando a clichés, particularidades, características comunes, se tratará en diez postulados de hacer una lectura de los cuentos de Poe, sin dejar de lado detalles que podrían tener menor importancia, pero que al parecer se encontraban en la atmósfera los días en que el nacido en Boston escribía y publicaba sus narraciones, por lo que quizá no sea tan ociosa su mención.
No sobra decir que este ejercicio parte del capítulo “La muerte, eros y el horror”, del libro Poe, A critical study (1957, Poe, Estudio crítico, 1960, Editorial Letras), de Edward Davidson, esperando no falsear demasiado su postura.
No hace falta sino mirar en derredor para darse cuenta de la fragilidad en la que “ocurre” eso que llamamos nuestra vida. Con la conciencia a cuestas, como si se tratara de un saco de rocas, tratamos de avanzar a no se sabe bien qué lugar con la muerte por único destino cierto. Si la visión de esta suerte inexorable, comprada por el creador con la sangre de los dioses de una obscura religión que ha sido olvidada, no nos conmueve hasta las últimas fibras, entonces nunca hemos salido del Edén, y la soledad y la ruina y el horror jamás han aparecido ni en nuestros sueños más recónditos. Los personajes de Poe, sin embargo (que no entienden por qué “morir” ha de conjugarse sólo en primera persona y que, por ello, no logran hallar un sentido para una puesta escénica tan proterva), afrontan su propia mente con el conocimiento de la precariedad padecida: han llegado a un mundo en el que la voluntad humana es impotente y en el que, antes de que hubiera una lucha primordial, el hombre ya había sido arrastrado a la desgracia; de nada sirve elegir, ¿para qué desear algo si cualquier decisión que se tome carece de sentido? El horror cósmico, vasta región en la que puede caber todo el universo, donde ni la razón ni el pensamiento ni el libre albedrío aplican, es el fondo donde ocurren los hechos, si es dable aplicar el verbo “ocurrir” a un relato que por esta sola característica se relaciona íntimamente con el sueño y otros estados alterados de la conciencia, un fondo vacío en el que desde siempre parecen estar inmersos los protagonistas de Poe. “Se entregó solitario a su complejo destino de inventor de pesadillas”, escribe Borges de nuestro autor, para quien el horror cósmico es un procedimiento: “un método de representar la conciencia que de sí tiene la mente” (Davidson: 137). Algo ocurre en un espacio que difícilmente podríamos calificar como tal, por ello, diremos que en los cuentos de Poe algo ocurre en un no-lugar. El autor lanza los dados, “en circunstancias eternas / desde el fondo de un naufragio”.
Si el horror es un estado en el que la necesidad de un rumbo se hace urgente, ya que todo carece de sentido, el arte, de modo similar, suscitado por un poder que existió antes y que seguirá existiendo aún después de que el cuerpo perezca, forma parte de una dimensión en la que el tiempo y el espacio se calculan de otra manera; en cierto sentido, el arte ha sido desde siempre y, al no estar sujeto a las eventualidades de una vida personal, en este caso la del autor, resulta un “triunfo del hombre sobre el tiempo, sobre la muerte y la podredumbre” (Davidson: 131). Se trata de una fuerza autónoma que acude o reside en el artista, pero “que él mismo es incapaz de medir… todas las substancias físicas se pierden, pero… las construcciones intelectuales tienen la vitalidad potencial de la inmortalidad, sencillamente porque existen en la vida de la mente” (131, 132). Poe, a diferencia de otros escritores que le preceden, no ha renunciado a la razón y, al igual que otros románticos, busca los mecanismos de la creación misma, lo que equivaldría, de acuerdo a su presupuesto, a entender cómo es que operan esas construcciones sustraídas al tiempo y al espacio (la razón en el vacío como método para que la mente represente la consciencia). Es por ello que las ruinas de la antigüedad, además de ser la constatación de esa potencia mental que está más allá de la contingencia, resultan así la negación del progreso y de la modernidad, carente de pasado y de substancia creadora, forjada para subvenir a exigencias ajenas al espíritu: “no fue Blake el único en maldecir las negras y satánicas factorías de Inglaterra, mientras sus ojos visionarios contemplaban tanto escenas celestiales como del infierno” (132). La batalla que se libra en la mente de Poe, de la que sus textos dan cuenta, tiene, asimismo, un carácter moral, acerca del destino al que el hombre está encadenado y de la forma en que planta cara a dicho destino por medio del arte.
En el ensayo “El busto como destino”, de Objetos sobre una mesa, Guy Davenport menciona que las trágicas y apasionadas mujeres de Edgar Allan Poe “se parecen a Barbra Streisand con el cerebro de Einstein”. Sin embargo, en un mundo de circunstancias eternas (el horror por un lado, el infinito y la eternidad por el otro), del que esas mujeres forman parte, los protagonistas, sin desmerecer a tales heroínas, pese a su perspicacia y lucidez, tan sólo son hombres, los cuales aparecen en ese no-lugar sin entender nada. De tal modo, el protagonista de Poe simboliza el naufragio: “No es el dios-héroe romántico: es sólo un hombrecillo. Es el héroe romántico reducido a la visión limitada de los hombres comunes y corrientes y, sin embargo, se le exige, ciertamente, conforme a todos los antecedentes literarios y filosóficos de que Poe tenía noticia, que viva y que muera en un infierno o en un cielo que sobrepasan toda su comprensión” (Davidson: 139). La entrada en un infierno o en un cielo de los que no se logra arrancar un significado, es uno de los elementos de lo que conforma el horror, a causa de cuyo padecimiento el protagonista no logra una penetración paulatina de las circunstancias, sino que tal como ingresó ha de morir o abandonar la escena: “Su angustia es inútil, porque la víctima emerge de la acción tal como había penetrado… Nada ha ocurrido realmente «en su interior»; no había una conciencia interna de donde partir y las cuitas del «yo» interrogante han transcurrido totalmente en función de la escena, de los objetos naturales perfectamente armonizados y acoplados y del hechizo mágico que reduce el mundo tangible a un mero logaritmo” (139). De aquí se deduce uno de los clisés más reiterados acerca de la narrativa de Poe: que su lectura es para adolescentes. No obstante, los cuentos del bostoniano ponen el acento en un hecho irrebatible que más tarde, durante la modernidad, se ha visto enfatizado: salimos del mundo con la incertidumbre con la que entramos en él, sabiendo nada más y nada menos que lo mismo. Pese a su puesta en escena del horror y el sinsentido, acaso se le podría reprochar a Poe su fe ciega en la razón que, por lo demás, era una profesión no poco frecuente en sus días, y en los nuestros: el horror, la locura y la muerte se presentan en su obra como fragmentos de una racionalidad (146) que podría explicar el universo, a la que, sin embargo, el hombre no es capaz de acceder, cuando, con un efecto semejante, habría podido la razón no ser sino un fragmento del horror, la locura y la muerte. Pero seguimos en la misma época.
Si el “yo” interrogante de las Narraciones extraordinarias permanece igual tras la acción, se debe a que no hay consciencia interna de donde partir; esto es lo que, aparentemente, ocurre de acuerdo a Davidson: “El mundo de la mente de Poe se limitaba al mundo de la sensación primaria y a los terrores que afligen a los niños… no investigaba hondamente los simbolismos infinitamente variables entre ella misma y la realidad exterior, por los cuales la realidad misma se transforma” (140). Es por ello que el ensayista señala que en los cuentos del estadounidense el mundo exterior se ve reducido a un logaritmo cualquiera. Con todo, ¿no es el mundo exterior en las narraciones de Edgar Allan Poe parte de la mente de Edgar Allan Poe y no de la mente de la voz narrativa, al grado de que mediante el horror (que, sabemos, es su método) el autor convierte las sensaciones en objetos, procedimiento que lo acerca a la objetivación que realizará Rimbaud en Las iluminaciones? Siguiendo otra línea del propio Davidson (146), éste indica que el propio horror implica “diversas fases de la pérdida del «yo»” (Davidson: 146). En este proceso en el cual deja de afirmarse el “yo”, la consciencia logra mayor lucidez acerca de los mecanismos que la propia mente usa para representarse a sí misma: “A mayor dolor, mayor consciencia”, dice el poeta José Hierro. Aun así, el hecho de que se admita que en la narrativa de Poe toda sensación interior posea una representación exterior en los objetos cotidianos, despierta hoy día poco interés entre los avezados lectores, no porque el simbolismo de los objetos esté gastado, “cuanto porque sólo traen consigo una connotación momentánea” (141).
Este punto se vincula a los anteriores y, en cierto sentido, es su corolario: “los estados de la conciencia no son simplemente formas aisladas de locura, sino que se relacionan, de algún modo íntimo, con el mundo físico del exterior” (138). Parece que en esta cita se encuentra la clave para entender los comentarios contradictorios de Davidson sobre Poe: el ensayista escribe desde el presupuesto de que la realidad existe por sí misma; no obstante, el que se refiera a una relación íntima entre el estado de consciencia de la voz narrativa y el mundo físico del exterior de los cuentos, nos habla de que todo “ocurre”, si ocurrir es un verbo aplicable a un relato que sucede en la mente del autor, en ese no-lugar del que venimos discurriendo, en el cual se sitúa gran parte de la narrativa contemporánea para la que Poe abre las puertas.
A pesar de que no existe una clara distinción entre la mente de la voz narrativa y la mente del autor, los cuentos de Poe tienen como referente una moda literaria cuya inclinación por el horror y la muerte, notoria en aquel entonces, contaba con todo un almacén de recursos estilísticos para el caso, donde se hacía gala de un lenguaje moral, cientificista (sin que estuviese exenta el habla popular), cóctel al que el bostoniano imprimiría su propio sello para entretener al público de una incipiente clase media, nacida al amparo de la creciente prosperidad económica de un país que, ávido de emociones, buscaba en los disfraces, máscaras (Davidson: 126) y recursos estilísticos de la literatura de horror, el horror del que hacía una generación tan sólo se había librado (120). “La muerte se convirtió, no en un acontecimiento, ni en una acción, ni en un estado del «no ser» total, sino en una serie de posturas seductoras. No eran los niños quienes morían, ni tampoco los hombres maduros: morían las mujeres, por millares, en la poesía popular y en los cantos de la época” (126).
“La revolución industrial había desligado a mucha gente común y corriente no sólo de la necesidad de pasar su vida terrenal en un sitio determinado, sino también de la creencia, universalmente aceptada, de que les era preciso morir en el anonimato… la muerte llegó a ser algo más que una demanda de igualdad de derechos de la clase media en este mundo y en el venidero; era también un acto de «snobismo». La posición de una persona en la sociedad podría demostrarse, hasta el fin, en el acto generoso de la sepultura sagrada” (Davidson: 120, 121). En este contexto, rodeado de narradores que publicaban relato corto relacionado con la muerte en los periódicos de las ciudades más grandes de los Estados Unidos, así como impregnado de composiciones populares con el mismo tema, Poe llevará este snobismo de la hora final por intrincados senderos, hasta completar todo un catálogo de muertes sinuosas, cuyo barroquismo es la mejor forma de corroborar su cualidad de sine nobilitias (snob).
Tal como lo expresa Edward Davidson, además de darle forma a la muerte en el imaginario colectivo de los norteamericanos, el nacido en Boston en 1809 simboliza un momento de los Estados Unidos, en el que la “tumba y los emblemas mortuorios eran la máxima prueba del progreso democrático, en muchas ciudades, pueblos y cruces de camino” (Davidson: 121), por lo que puede decirse que Poe fue el escritor “de la muerte y el amor, como parte del individualismo democrático y de la exposición del triunfo económico” (127). Una muerte disfrazada y enmascarada que en sus cuentos yace en una postura sensual, misma que “se convirtió en una afirmación de la situación económica del hombre y, dentro del cuadro total, llegó a fundirse con un substituto de la sexualidad, con un paisaje de consumación emergente” (133). El país de la “democracia” reconocía de tal modo que no había nada más democrático que la muerte, igualadora tanto del rey como del méndigo (Horacio dixit), aunque con sus tumbas se buscase probar lo contrario.
No es inusual en modo alguno que el orgasmo se considere una muerte pequeña y que, encima, al conducir cada orgasmo al último instante de la vida, éste sea visto como una suerte de enlace con la muerte, de matrimonio con la muerte, de promesa amorosa que no podrá romperse, motivo que los griegos ya habían percibido como da cuenta el hecho de que usaran el mirto para coronar tanto a los recién casados como a los muertos. Pero este paralelismo, perfeccionado por Poe al grado de que el amor vendrá a convertirse en el proemio a ese desenlace infalible, será también la forma bajo la que una sociedad como la estadounidense utilizará en la primera mitad del siglo XIX para sublimar su interés por todo aquel asunto erótico que no pueda ser desarrollado abiertamente: “Si la moralidad comercial y de la clase media prohibía la exposición de la seducción, hallaba un tópico, igualmente incitante… para decirlo en otras palabras, si la mujer no podía ser presentada en la vida por su lado seductor, podría exhibírsela en posturas eróticas y en disfraces seductores, en la muerte” (Davidson: 124).
De acuerdo a Davidson, Poe no escapaba a la fascinación por el Apocalipsis, o la idea de un cataclismo final, que siglos de pestes y guerras habían acabado por alojar en la mente de Europa. El desastre, la lluvia de estrellas sobre la cabeza del hombre, la muerte apocalíptica, que sería la constatación del horror cósmico y la pequeñez e insignificancia de la vida humana, era para el autor estadounidense, con todo, el inicio de un ciclo natural: el momento en el que la materia, tras ser abatida, iría a reintegrarse en la unidad del principio de los tiempos para empezar de nuevo la creación. “Silencio, una Fábula” (1838), “La conversación de Eiros y Charmión” (1839) y “El Coloquio de Monos y Una” (1841), tratan distintos momentos de esa consumación que, al igual que la muerte en el resto de los cuentos de Poe, no es sino el verdadero comienzo.
Omar Arriaga Garcés (Morelia, México, 1984) es poeta, periodista cultural y analista político, así como maestro en Filosofía de la Cultura en el Instituto de Investigaciones Filosóficas de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo. Licenciado, en esa misma universidad, por la Facultad de Lengua y Literaturas Hispánicas. Ha ganado el Premio Michoacán de Ensayo María Zambrano 2013 por La muerte de Sócrates, su primer libro publicado.
Nombre *
Email *
Website
Guarda mi nombre, correo electrónico y web en este navegador para la próxima vez que comente.
Currently you have JavaScript disabled. In order to post comments, please make sure JavaScript and Cookies are enabled, and reload the page. Click here for instructions on how to enable JavaScript in your browser.
Δ
Esta web utiliza cookies para que podamos ofrecerte la mejor experiencia de usuario posible. La información de las cookies se almacena en tu navegador y realiza funciones tales como reconocerte cuando vuelves a nuestra web o ayudar a nuestro equipo a comprender qué secciones de la web encuentras más interesantes y útiles.
Las cookies estrictamente necesarias tiene que activarse siempre para que podamos guardar tus preferencias de ajustes de cookies.
Si desactivas esta cookie no podremos guardar tus preferencias. Esto significa que cada vez que visites esta web tendrás que activar o desactivar las cookies de nuevo.