9/03/2015. Teatro Real, Madrid.
Muchas veces nos preguntamos por qué los directores de escena y los directores artísticos deciden destrozar títulos operísticos conocidos mixtificando y modernizando las obras al grado de hacerlas irreconocibles, teniendo la posibilidad de explayarse a gusto encargando nuevas obras a compositores en activo. Así no se les podría reprochar arruinar una historia conocida porque estarían escenificando algo nunca antes visto. Sus montajes pasarían a la historia como las primeras versiones de tal o cual título. En todo caso se debatiría qué tan original ha sido la representación.
En este sentido, Gerard Mortier, polémico ex director artístico del Teatro Real fallecido el año pasado, tuvo la brillante idea de encomendar al compositor Mauricio Sotelo (Madrid, 1961) la adaptación a ópera de una de las obras de teatro más abstrusas, complejas y extrañas del panorama europeo-hispanoamericano, El público de Federico García Lorca, pieza escrita en 1930 luego de su viaje a Nueva York, que el propio granadino calificó como “teatro imposible”. No se estrenó en vida del autor y no fue hasta 1986-87 cuando se llevó a escena por primera vez al margen de circuitos universitarios. Ahora, 85 años después, se convierte en ópera. Por tanto, a texto complejo, música difícil y montaje estrambótico abierto a miles de posibilidades. Todos los elementos se conjugan para que los implicados puedan desarrollar sus inquietudes sin prácticamente límites.
Es tarea complicada concretizar el mensaje que nos quiere transmitir Lorca con El público pero esencialmente se trata de una abstracción escenificada en torno a la confrontación entre el “teatro al aire libre”, es decir convencional, y el “teatro bajo la arena”, trasgresor, si bien igualmente se plasman situaciones que tratan aspectos como la homosexualidad reprimida, las fuerzas ocultas, las pulsiones sexuales, la hipocresía, las costumbres sociales…
No se puede decir que la escucha y visionado de El Público de Mauricio Sotelo sea agradable; es, en cambio, una experiencia que confronta al espectador, un reto a nuestras capacidades intelectuales, sensoriales, perceptivas, morales, estéticas, de abstracción. La obra combina elementos electrónicos, experimentales, folclóricos, líricos y cante y danza flamencos.
Como no podía ser de otra manera siendo un encargo de Mortier, el estreno de esta ópera ha sido controversial. Este cronista asistió a la sexta de las ocho representaciones. No hubo pasado ni la hora cuando ya algunos espectadores decidieron salir de la sala. Otros no paraban de removerse en sus asientos, resoplando, tocándose la cara, mirando el reloj, desesperados. Después de los tres primeros cuadros (de cinco), luego de una hora y veinte minutos, bajó el telón para dar paso al intermedio. Aplauso tibio por un lado y por otro los abucheos y pitidos no se hicieron esperar. Hoy en día, pocas veces se pueden presenciar desaprobaciones tan significativas en un teatro.
En el vestíbulo se veían caras desconcertadas y algunos leían el programa de mano en busca de alguna respuesta, pistas que les ayudasen a comprender lo que estaban viendo. Hacía tiempo que no se comentaba con tanto interés un montaje en el vestíbulo, siendo la perplejidad, la indignación o, los menos, la fascinación, lo que lo suscitaba. Por lo visto, la reacción no fue de indiferencia, y ya sólo por eso esta obra ha conseguido algo que otros montajes no han podido: remover. En el teatro se generó un ambiente distinto a otras noches, no daba la impresión tan constante de que asistir a la ópera fuese una actividad rutinaria y que ya todo el mundo estaba esperando la conclusión de la segunda parte para ir a cenar, tomar una copa e irse a dormir sin ninguna señal de turbación en su consciencia. Había que posicionarse, a favor o en contra.
Como cabía esperar, la fuga fue considerable y el arranque de la segunda parte mostró un teatro vacío en un 35% aproximadamente. Permaneció un público más abierto y menos impaciente. Si existe vida después de la muerte, Mortier debe de estar celebrando su último escándalo. Y precisamente el “fracaso”-escándalo generado es a su vez el éxito de esta obra. Ese es su gran triunfo, ya que ha logrado ahuyentar al público más convencional como así mismo ocurre en la obra; aquel que no soportaría darse cuenta que la Julieta de la Romeo y Julieta que se está intra-representando en la ópera, fuese en realidad un hombre; aquel que pediría la muerte del director de escena y aquel que crucificaría al Cristo del cuadro IV, es decir, al símbolo que personifica el teatro bajo la arena, el teatro que, como la poesía más compleja de Lorca, ahonda en temas profundos, místicos y que quizá trascienden lo cognoscible, aunque en la superficie no parezca tener sentido. De no haber causado estas reacciones negativas, sencillamente el montaje no habría cumplido sus objetivos tratándose de una obra de estas características.
Andrés Ibáñez, autor del libreto, acierta plenamente cuando especula en el programa de mano anotando que lo más importante de esta obra-ópera no es “lo que sucede en escena, sino lo que nos sucede a nosotros, los espectadores, cuando vemos la representación”.
No sabría precisar si El público gustó o no a los espectadores que se quedaron hasta el final, creo que es pronto para saber algo así, y creo que una obra como esta va más allá de los gustos. Las nuevas óperas rara vez se vuelven a montar una vez han sido estrenadas, quién sabe si vayamos a ver otro montaje distinto de esta obra, le toca al futuro determinar si esta producción le hacía justicia a la obra. Yo diría que a medias, más cerca del sí que del no.
Con todo, es de aplaudir que el Teatro Real quiera encontrar nuevos caminos de expresión asumiendo riesgos de este calibre. Destaco sobre todo la dirección musical de Pablo Heras-Casado, quien hizo un formidable trabajo al frente de la Klangforum de Viena.
Fotos: Javier del Real / Teatro Real.
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