Visión primera (I/III)

El inicio de un viaje...

Por extraño que parezca, llovía en Cancún cuando el avión empezó a descender. Desde arriba no se alcanzaba a divisar la atmósfera, pero -una vez cerca- las nubes eran inconfundibles. A Diana, una chica de Puebla que conocí en el avión de México a Cancún y que lleva un año y medio viviendo en Playa del Carmen, también se le hizo extraño el mal clima. Cancún es un destino hecho a la medida para los turistas extranjeros y quizá por ello nadie en la fila era de México, salvo yo. Franceses, polacos, ingleses y, sobre todo, españoles, parecían contrariados por el retraso, por la larga fila, la lentitud de la línea aérea, y lo demás. Mas a uno, que viene de la Ciudad de México y acaba de luchar con mil defeños para subirse al vagón del metro que iba a la terminal, cargando cuarenta kilos de equipaje, claro, a uno no pueden exasperarle esos detalles tan nimios.

Luego de abordar pasadas las ocho de la noche el avión, en el que, por cierto, me tocó el peor de los peores lugares, hasta atrás, hice buenas migas con un colombiano que sentaron al lado mío, con un pasaje de “aeromoza”, es decir, mediante una invitación o regalo de alguien que conoces en la aerolínea. Era un pequeño hombre, amable y atlético que se llama Alexander y trabaja en Madrid como nutricionista. Pasaban de las dos, en tiempo de México, acababa de perder un par de días en trayectos de una ciudad a otra (Morelia, Ciudad de México, Cancún), así como de beber amablemente en casa del escritor Gustavo Ogarrio algunos litros de cerveza, pero ni aun así podía dormir como Alexander, al que le colgaba la cabeza del asiento mientras una trabajadora del avión lo cobijaba. Con todo, antes de caer rendido, el hombre me contó sus vacaciones por la Riviera Maya, aseveró que no soportaría el calor de Madrid (¿conoces la Tierra Caliente de Michoacán, en México?, a lo que respondería que no), además de que se quejó amargamente de las condiciones sociales, tanto de México como de Colombia. Se lamentaba por el nivel de vida de su país natal y afirmaba que, sin dudarlo, nunca se habría ido si la violencia no hubiera azotado las calles, aunque ahora no parecía que aquello le preocupara mucho ni que se hallara mal fuera de Cali en un avión con rumbo a España, tras unas vacaciones en el “lugar más paradisiaco en el que haya estado”. Casi me duermo cuando iban a dar las tres de la mañana, pero ahí tienes que la obscuridad más absoluta se cambia de pronto por un resplandor que entra por todas las ventanas abiertas de la nave. Acabamos de cruzar el Atlántico, escuché que susurró una voz delante de mí. Quizá se refiriera a que ya estábamos en el otro hemisferio. Tras ocho horas sin poder pegar un párpado, viendo capítulos de The big bang theory en un español en el que no los había visto jamás, Alexander despertó de su sueño, desayunamos (él no cenó por estar dormido) y una hora después el avión aterrizaba en Barajas. Me despedí de él, pasé por la aduana con mi equipaje de mano y aunque no fueron inciviles los oficiales sí que me preguntaron con insistencia a qué venía yo a España. Después de dejar la aduana, iba a salir a los pasillos cuando otro oficial, más insistente que los primeros, me dijo que revisaría mi equipaje. Lo pasó por una banda transportadora y abrió una de las mochilas. Por qué traes el mismo libro como cincuenta veces, preguntó. Le expliqué que me lo habían publicado en México y quería hacer alguna presentación en España, además de darle unos ejemplares a los profesores de la universidad a la que iría. Leyó el título y coligió: ¡es sobre Nietzsche!

Le expliqué entonces de qué trataba y, sorprendido por su conocimiento, me habría gustado que un policía en México hubiera leído El crepúsculo de los ídolos, le di uno de los ejemplares, no sin advertirle antes que se aburriría mortalmente leyéndolo y que mejor leyera a Roberto Calasso, uno de los autores en los que se basaba el texto. Me gusta leer cosas espesas cuando tengo tiempo, respondió con una sonrisa en el rostro y me dio las gracias, como si le hubiera dado el zapato izquierdo que no encontraba o como el juguete que perdió en casa de su padre cuando era niño. Aunque quizá exagero. Pues bien por él si le gusta lo espeso. Y bien por mí que ya no le prestó mayor atención a las botellas de tequila que traía en la maleta grande. No es cliché, eran encargos.

Por fortuna, lo que me dijo Ogarrio sobre el metro de Madrid había cambiado desde que visitó la ciudad, pues un sinfín de escaleras eléctricas me evitó tener que cargar los mamotretos que traía como equipaje y sólo arrastrarlos. Al vislumbrar el andén caí en la cuenta de que había olvidado las instrucciones que Francisco Negrete me había enviado días antes para llegar a su apartamento de Santurce, en Pueblo Nuevo, a pesar de que él pasaría a la estación. Le pregunté a una chica policía dónde debía comprar un boleto a fin de sólo cruzar al otro lado y hallar a mi amigo. Aquí tiene que saber a qué estación va. Creo que Misterios, le dije. Ministerios, debe ser. Pues a Ministerios. Pues cómprela, las instrucciones están en la máquina. No tengo Internet, no hay manera de que vea a qué dirección voy. Es que usted debe saberlo, respondió, como diciendo, ése no es problema mío. Traía sólo un billete de cien y tuve que usar la tarjeta.

Me percaté de que mi teléfono aún servía. Llamé a mi madre. Debían ser las nueve de la mañana en México. Y era día de las madres. La saludé y agradeció que aún estuviera vivo, pero la llamada se cortó tras unos segundos. Al menos sabía que estaba vivo. Esperé sentado en el andén del metro; nada parecido al de la Ciudad de México, ni por su pequeño tamaño, ni por lo bien cuidado ni por la cantidad de gente que viaja en él. Y cuando sube un anciano de repente una chica se levanta para cederle el lugar. Pensé en lo que dijo el propio Ogarrio del DF: es un montón de islas, donde priva el anonimato y, contrario a lo que pensé de inicio, en Madrid la gente se habla en la calle, no es que se saluden en todas partes, pero intiman y comparten la charla, que no es que les guste poco.

Abracé a Francisco, además de mi salvación, tenía más de cinco años sin verlo. Él me lo confirmó: seis años viviendo en Madrid. Hablamos por espacio de varias horas, pero desde el comienzo me pareció extraño el tono que su voz había cobrado. Hablaba como español, bueno, como madrileño, o bueno, lo intentaba, pero había un no sé qué que quedan balbuciendo que le diferenciaba de los madrileños nacidos en Madrid. Y escuché lo que decía Francisco sobre la ciudad: Madrid sigue siendo un pueblo, un pueblote; Madrid son un montón de barrios y pueblos, no es que sea sólo Madrid, y en la patria chica todos se conocen y se saludan. España es un montón de países, quizá por eso en general no cunde un sentimiento a favor de un solo país. El mismo argumento de Ogarrio, sólo que con resultados opuestos.

La chica que se había sentado en la banca del andén al lado mío se levantó para ingresar ella también al metro que, por cierto, está hecho al revés, como los autos de los ingleses, detalle que Francisco ratificó de nuevo: lo construyeron los ingleses. La chica había conocido a un español justo antes de poner un pie en el vagón y ahora conversaba con él en un asiento frente a nosotros, con un mapa de la ciudad. Sentía la mirada curiosa de los usuarios encima de mí, pero esperé a bajarme del metro para corroborar si todo aquello era real, ya que no había tenido opción de ver la calle desde que había bajado de la nave, y bien pudiera ser que lo que se filtraba por las ventanas del aeropuerto no fuese sino una proyección. Desde niño he escuchado que Europa era el tablero donde se jugaba con los destinos de las piezas que hay en América, pero tanto escuché de su vejez y sus historias que un día después de los veinte empecé a creer que quizá ese continente ni existiría, y que los pormenores que se contaban de ahí no eran sino fantasías, ficciones que los gobiernos de América Latina, en especial el de México, nos referían para mantener a raya al pueblo, o bien para divertirse.

Como quiera que sea, me hizo gracia darme cuenta al subir ahora sí unas escaleras y salir del metro, y pasar por el Parque Arriaga, que Europa sí que parecía existir en esa entidad inaudita llamada Madrid, que de momento representaba a España también. Me encontraba en el reino de Castilla, el del Cid campeador, el de los reyes católicos, el de Nebrija, el de Hernán Cortés, el de Juana la loca, el de don Juan Tenorio, el del tímido Bécquer, el de Ortega y Gasset, el de Francisco Franco, el de Juanito, Hugo Sánchez y Cristiano Ronaldo (o ese último era el del Real Madrid). La televisión había presentado después de todo una ficción que era tangible y podía tocarse, olerse y degustarse, como más tarde descubrí tras acompañar a Francisco a hacer las compras de la semana a un súper, y probar una berenjena de Almagro, algo con lo que la gente tenía alucinaciones y epifanías, señaló.

La alucinación era lo parecido de la ciudad con el DF y la Habana, y los rincones que parecían de Morelia, Guanajuato o Zacatecas, aunque los habitantes le daban por supuesto un fuego distinto a la atmósfera de esta urbe. Fue como ver sobre el escritorio de mi amigo Love and other demons de Peter Eötvös, una ópera que tenía que reseñar para la revista del también propietario de una tienda de discos de nombre “La Quinta de Mahler”. ¡Qué!, ¿una ópera basada en un libro de García Márquez? Él, que tiene tanto humor, que es tan ligero y a veces un zonzo al narrar, ¿a poco esa voz de bajo es de un personaje de su novela? Sonaba como la Condenación de Fausto, de Berlioz, o como alguna pista del disco De dioses y demonios, que interpretara George London. Así se presentaba España, como una mezcla de algo muy entrañable y ajeno a la vez, que no terminaba de encajar, quizá esa parte que le unía al sino de Europa más que al de América, a diferencia de lo que había sido en siglos pasados.

Me sentí como en casa después de todo, pero la casa de unos parientes que viven en la ciudad a los que uno visita desde el campo, aunque ha mucho que eso cambió. México, con equis y no con jota, ha tiempo que está más vivo que España, al menos eso creo yo. España corre el riesgo de ser la provincia de las antiguas metrópolis que le habían rendido pleitesía. Donde uno siente que todo se ha hecho, no queda más que sentarse a beber vino y sentir el fresco. No obstante, pese a saber eso recordé el cuento que Ogarrio me contó antes de abordar el avión de México a Cancún, el de un zoológico del apocalipsis en el que dentro de una jaula, la de los monos, con gestos y rasgos más que humanos, un espécimen yace contra la pared sin que nadie le preste atención, como regañado, como pagando un castigo por un crimen innombrable. Después, al final, uno de los empleados del parque indica que se trata de un mono traído de la India, donde era un dios. “Un dios derrocado… un dios venido a menos”, del que todos se burlan ahora.

Mira las vueltas que dan las cosas, expresó Francisco al explicarme que había venido a Madrid a reconocer la historia de sus antepasados, a buscarse un rostro y una vida. Y me pareció que no hay gran diferencia entre el mito y la historia, y que mitad mito y mitad historia es esta España que ya tenía enfrente: de un lado, latinoamericana (porque no sé de qué otra manera denominar eso que comparten ambos países); del otro, europea, por razones que desconozco y me parecen impropias al contemplarlas poco más de cerca. Y aunque hay mucho sol, sin duda que no hace el calor de la Tierra Caliente. Esperaremos al verano, cuando dicen que la temperatura golpea inclemente a ver si es cierto que no soportaremos el clima de Madrid. “Mientras tanto, mientras llega, comemos, fumamos, bebemos, hacemos el amor en la penumbra”, pero eso ya lo dijo alguien de Zacatecas.


Omar Arriaga Garcés es poeta y periodista cultural mexicano (Morelia, 1984), Licenciado por la Facultad de Lengua y Literaturas Hispánicas de la Universidad Michoacana. Cursa actualmente la Maestría en Filosofía de la Cultura. Ha ganado el Premio Michoacán de Ensayo María Zambrano 2013 por La muerte de Sócrates, su primer libro publicado. Se encuentra en España realizando una estancia académica.


Esta es una serie de tres textos en torno a la experiencia de Omar Arriaga Garcés viajando por Europa.

2. Un bárbaro en Italia.

3. El silencio del alba.


Artículo publicado originalmente en Fac magazine.


¿Te ha gustado lo que has leído? Haz una contribución a través de PayPal entre los 0.10 € y los 18 € (o su conversión a cualquier tipo de divisa) para que La Vida Útil pueda resistir y crecer:

Botón donar Paypal

Sin comentarios... aún

Deja un comentario

*

*

336x280ad

Relacionado con