Un bárbaro en Italia (II/III)

La Europa que ya no es o que quizá nunca haya sido.

Mañana gris con muchas nubes y viento, mañana que no calienta. Mujeres casi mexicanas, hombres latinoamericanizados; vagabundos y palomas, basura en las calles. Cadenciosa decadencia. Saudade. Un italiano suave es el que se escucha, no tan enrevesado como el de Nápoles, en la otra costiera de la bota.

Es simple y hermosa esta ciudad del último día en el país de Julio César y Ovidio, Leonardo y Caravaggio, Laura Pausini y Alessandro del Piero y Eros Ramazotti, y Berlusconi y Benigni, y Vittorio Emanuele y Garibaldi, por supuesto, y el Dante en todas las monedas de dos euros.

No se pueden hacer juicios sumarios basándose en las primeras impresiones. Es superficial, dicen. Pero como escribe el poeta (no Dante, otro poeta), ¿dónde si no en la superficie aparecerá lo profundo? Lo más simple, sería, como siempre, hacer descripciones generales y etiquetar todo y a todos.

Así funciona la ciencia, con modelos que buscan ser aplicables en cualquier circunstancia; y el mito funciona de manera similar, con arquetipos que saben que no son la totalidad de los casos pero que la simbolizan. El arte sigue operando de esa manera.

No obstante, hay una distancia enorme entre suponer la totalidad y simbolizarla. Hoy por primera vez pasó algo que bien valdría para simbolizar Italia, pero quizá no toda Italia, sino una de sus dos partes: el sur, porque el norte funciona de modo distinto; es más europeo, se escucha en las conversaciones, tal como se dice de Barcelona en España.

Y quizá valdría para simbolizar no sólo el sur de Italia, sino el sur en general, como noción esbozada por escritores que hablan y viven en el sur, así como por ese filósofo portugués que en los últimos años trata y escribe sobre las epistemologías y la forma de ser en el mundo de la gente del sur.

Un niño me ve caminando por el centro de la ciudad casi en ruinas de esta ciudad porteña, con una camiseta puesta del Diego, que compré para regalar en México, porque toda mi ropa está ya sucia, y él me dice, ¿quieres jugar al balón conmigo? ¿El balón?, pregunto; asiente con la cabeza.

La sensación irrenunciable, pequeño niño de cinco años, es: claro que quiero jugar contigo con el balón, pero pienso en todos los sinsabores y en las caras y gestos y miradas que incluso en esta ciudad sureña me prodigan los italianos por la calle, a pesar de ser mucho más amables que en el norte y en otras urbes turísticas y pundonorosas.

Claro que quiero jugar, pero qué van a decir si ven jugando a un niño tan pequeño y resplandeciente como tú con un monstruo intocable y “suramericano” como yo; qué van a decir tus padres y esos turistas tan buenas gentes que desde la plaza contigua se asoman para ver la Catedral. Tendrán miedo por ti, niño, no vaya a ser que te coma, y sin antipasta.

Estoy tentado a decirte que le preguntes a tu padre si podemos jugar un rato, que él también juegue si lo desea, pero antes siquiera de intentarlo he renunciado y sólo te digo que no puedo jugar. ¿Por qué?

¿Es en serio, ahora estás preguntándome por qué? Se me traba la lengua ante tus lentes redondos. Respondo: porque voy a… ¿hacia dónde voy? Porque voy hacia allá, apunto con el dedo; tengo que caminar hacia allá.

Ojalá un día vuelva a ser niño como tú, ojalá que luego de ser camello que carga y se arrastra por la arena del desierto bajo el sol llegue a ser león un día, y después niño. Sólo en el sur, y ni siquiera gracias a algunas personas amables, como los del hotel en el que me hospedo por última vez (el Olive Tree de Bari), se me pudo haber hecho este regalo con el que puede simbolizarse una forma de ser en Italia, pero también en España, donde, es obvio, ni todas las personas son tan generosas ni todas tan centradas en sí mismas.

Esta crisis, de países árabes, esta interminable crisis de África, esta crisis de América, esta crisis de Europa del este, esta crisis europea de 2008, pone más de manifiesto la existencia de un norte y un sur omnipresentes en mayor o menor medida en cada lugar.

No es 1914, pero ciertamente en 2014 hay una guerra lenta e infinita (además de las otras guerras que ya existen en el mundo) por las calles de Europa. Cada día en el tren, en el mercado, en los suburbios y en el camino a los focos turísticos, en los pueblos más pequeños, en el pavimento, en el asfalto nuevo, en torno a las piedras viejas de los monumentos, frente a la mirada pétrea del David, casi a las afueras de la Galleria degli Ufizzi, en Florencia, por ejemplo, se libra esta batalla entre el norte y el sur. Corren los negros cargados de baratijas a las siete y media de la mañana por la estación de Pisa para encontrar el mejor sitio para vender.

En México, en Perisur (que es el norte pese al nombre), en Coyoacán, en Las Américas en Morelia (la ciudad de donde vengo), yo soy el sur; en el metro de la Ciudad de México, en Malasaña en Madrid, en Nápoles, puedo pasar un momento por el norte.

Pero soy un sur extraño aquí en Europa. Debo parecer árabe, muchos árabes me dan el saludo, que no sé cómo se escriba (aleikum salama, me dicen, y yo se los respondo: masalama aleikum); ellos mismos me creen musulmán de entrada, pero no me visto como ellos ni me alejo de los europeos ni de los centros turísticos ni de los museos; voy como espectador, no vendo nada, y a veces me siento a la mesa de ciertos restaurantes y de las cadenas de comida grasienta y apestosa de los Estados Unidos.

No vendo nada, aunque a veces cuando me acerque a algún oriundo a preguntarle por una dirección éste me responda antes de escucharme que no necesita nada y que no quiere que le venda nada.

Soy sin duda como los negros de África, casi todos ellos ignorados cuando pasan por las calles, pero yo no bajo la mirada en el tren ni en los pasillos cuando me miran a los ojos, yo no me desmañano para hallar el mejor sitio a las afueras de la plaza donde está la Torre de Pisa, yo me desmañano para no pagar hotel, porque dormí en la estación de trenes, porque no tengo adonde llegar, porque muchos días sucede que camino todo el día con el equipaje a cuestas.

Debo ser un bicho raro con mi cereal en la mochila, con mi fruta en las piazzas públicas, con mi litro de leche del supermercado y mi plato desechable, con mis cubiertos de plástico comiendo frente a todo el mundo.

Debo estar en contra de los buenos modales y del charme francés, pero me siento bien al descubrir que otro mexicano (Eli), una brasileña (Livia) y dos argentinos (Agustín y Nacho) hacen casi lo mismo que yo con los sagrados alimentos en sus viajes: comprar en los supermarkets y aunque no haya cocina en el hostel (o en la calle), cargar con la comida; ir a los McDonalds y a los Burger Kings, mis nuevos mejores amigos, porque son lo más barato que hay, porque tienen Internet gratis, porque uno puede sentarse a la sombra, porque no cobran en el baño; comprar cerveza en las tiendas para tomarla en las calles porque los bares son carísimos. Apañárselas y habérselas y bancárselas como sea posible, porque es necesario; nada de juliocortazariar, ese prototipo del personaje latinoamericano jodido y sin dinero que vagabundea por París ya pasó de moda, está out.

Hablamos en español y nos sentimos felices al reconocernos, por darnos cuenta de todo lo que tenemos en común. Nos hemos conocido en hostales o en calles solitarias o en plazas llenas de gente cruzando una mirada cómplice, mas invariablemente las primeras palabras han sido “where are you from?”, como si se tratara de una muletilla mental. Con sorpresa me percato de la cercanía cultural -no económica- que hay con los estadounidenses, en comparación a los europeos. Me sorprende también la indiferencia y la pequeña crueldad que se prodigan los inmigrantes y los italianos, y la que le prodigan a manos llenas, sin escatimar, los turistas a los inmigrantes; el desprecio que se tienen entre sí, la violencia que se dice educada, sin ellos darse cuenta.

De cierto, son muchas más las cosas que nos unen; todos comemos, todos dormimos, excretamos mierda y humores que no necesita el cuerpo. Todos escuchamos en la radio y vemos en la TV las mismas horrendas canciones y el mismo programa con una ligera variación. Todos moriremos un día y viviremos a lo sumo cien años, por 365 días, por veinticuatro horas, por sesenta minutos. Y en cierto sentido, somos cadáveres que se alimentan de otros cadáveres, y que hablan con otros cadáveres que también se alimentan de cadáveres. Somos el mismo polvo de estrellas que por un segundo tomó esta configuración inaudita.

No obstante, son las diferencias mínimas lo que sorprende más: playas de Italia, dos de las más famosas del mundo, me acompaña Milena (“la que a todos agrada”, del gratias griego), una chica de serbia muy abierta y sin prejuicios. 1. Vamos a meternos al mar. No traigo bañador. Y qué, vienes en short, te cambias la ropa y listo. No. Pues yo no vine tan lejos para no meterme. 2. Vamos al menos a la playa un rato. ¿Traes toalla? No. ¿Y cómo vamos a ir a la playa? Pues así. Sin toalla no se puede. ¿Por qué no? 3. ¿Tienes bloqueador solar? Sí, eso sí. Ay, pero es el de 50, el más alto en Europa, con eso no te bronceas nada, prefiero no ponerme.

Qué serios son en general los europeos. Están en un lugar increíble, disfrutan del sol, pero un gancho de fierro integrado durante generaciones les impide sonreír y voltear la cara por la calle para ver si nadie los ve, y si los ven voltean la cara por la calle para que no los vean, y torcer la boca. Están más preocupados por la fila para entrar al campanario que por el campanario mismo; en la misa, aunque no se sea devoto, están tomándose fotografías y no escuchan lo que se dice; en la carreras de caballos, salvo los de Siena, están aburridos, con su gancho, diciéndose entre sí, a qué hora empieza esto, sin prestar atención al desfile, sin percatarse de que la carrera ha empezado antes de que en realidad empiece. Y cuando los caballos se detienen, expresan: ¿eso fue todo?

Me preguntan en algunas pláticas si en México adoramos a la muerte. Les digo que no, que todo lo contrario, adoramos la vida y por eso se afirma la muerte; pero los tres alemanes con los que estoy en este caso cenando se voltean a ver entre sí, sin comprender el arcano sentido de esas palabras. Acto seguido, hablan en alemán para que, luego, uno de ellos, el que parece ha sido electo traductor y vocero del grupo para esa celebración gastronómico nocturna que estamos realizando, me informe: lo que discutíamos era si en Múnich es mejor la cerveza fulana, indica, haciéndome saber que deciden dejar el tema de los muertos por la paz y hablar de cosas que no comprometan en modo alguno el buen sentido. Kant fue el que dijo que nuestros gustos nos comprometen, si no mal recuerdo.

No quiero discriminar a nadie, pero le digo a Milena que no entiendo a los alemanes en especial, y ella -que ha vivido cinco años en Alemania- me comenta que son muy ordenados y que ante lo desconocido no saben cómo actuar, y de ahí que a veces se comporten de modo extraños, o al menos lejanos para alguien como este sur que escribe.

Ni busco arrojar juicios sumarios ni verdad alguna, ni es posible simplificar tantos detalles; pero en esta primera impresión me parece que lo europeo (discúlpenme los amigos por el comentario), es una sensación de superioridad moral y cultural, una certidumbre de que lo propio es lo mejor y que el mundo debería ser así; que en la carrera de relevos el europeo sigue adelante. Y no hay tal carrera.

Se trata de una inconsciencia que se cree consciente, un provincianismo que se piensa universal, una forma de ser y de vivir única pero que debería encajar en todas partes, un voltear la cara hacia otro lado ante lo que no gusta. No se me malinterprete, todo es hermoso y en general funciona bien, pero qué debe sacrificarse para que ello sea así. Dicho en un argot más económico: ¿a qué precio?

Norte y sur no nos damos cuenta de nuestra condición ni nos reconocemos en el otro. Ojalá fuera niño, pero soy sólo este sur prejuicioso y con temor que se encierra en su percepción superficial de cuanto ve. Y frente a otros, en la noche, en las calles sucias y grafiteadas, frente a otros que me consideran norte, he sentido mucho miedo algunas veces. Tuve la sensación antes de salir de México -país que les enseñan en las escuelas de Europa que es parte de Centroamérica o Sudamérica- que Europa era un invento de nuestros gobernantes para desviar la atención, una cortina de humo, una mentira orquestada, un complot, una paranoia orgullosa de sí misma.

Ciertamente, como entidad geopolítica, Europa existe, pero ya no es, o quizá nunca haya sido. No es lo que se lee, lo que se admira de ella, lo que ella dice que es y que se empeña en negar con los hechos; ese espíritu abierto y generoso, ese vivir otra vida invivible según ella en otra parte del mundo, esa idea de la cual se jactan filósofos y sabios europeos. Eso es sólo en los libros, y en las preguntas de los niños del sur. Y aunque nadie lo sepa, si bien Walter Benjamin lo sabía, Europa sólo tendrá posibilidades mientras haya vagabundos, esos vagabundos que se afana en negar. “Mientras haya vagabundos habrá mitología, mientras haya vagabundos la idea de Europa subsistirá”. Mientras haya sur Europa será posible.


Omar Arriaga Garcés es poeta y periodista cultural mexicano (Morelia, 1984), Licenciado por la Facultad de Lengua y Literaturas Hispánicas de la Universidad Michoacana. Cursa actualmente la Maestría en Filosofía de la Cultura. Ha ganado el Premio Michoacán de Ensayo María Zambrano 2013 por La muerte de Sócrates, su primer libro publicado. Se encuentra en España realizando una estancia académica.


Esta es una serie de tres textos en torno a la experiencia de Omar Arriaga Garcés viajando por Europa.

1. Visión primera.

3. El silencio del alba.


Publicado originalmente en Fac magazine.


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