El silencio del alba (III/III)

Budapest seguía teniendo un no sé qué, además de los vagones, la arquitectura y la ropa de algunas personas, que hacía sentir que el tiempo no pasaba.

Hubo una tocada de rock medio clandestina en una bodega de un barrio industrial de Madrid a la que me llevó Francisco. Cobraron cinco euros los Cataplàusia de Barcelona. A las seis de la mañana salía un vuelo a Budapest. A dormir al aeropuerto. Con ganas de tirarme un mes en mi cama de México tomé el metro a Barajas cuando mi amigo se despidió de los músicos y se terminó el funk-heavy metal con tintes de progresivo.

Venía de Marruecos. Se me acababa de quitar la diarrea que me agarró impíamente de las entrañas (no sé si por la comida, el jugo envenenado que compré en la plaza Jamaa el-Fna, las cobras danzarinas que querían ponerme en el cuello los faquires de Marrakech, o porque me quemaron el estomago los más de 35 gramos de hachís que fumamos en Fez y Chefchaouen).

Lo único que quería en Málaga, Murcia y, finalmente, Madrid, era descansar, pero los de las compañías low cost sí que saben cómo ponerle obstáculos a uno para que esté como horticultor que viviera en un pueblo sin luz eléctrica durante el medioevo, y que hasta el alba tuviera que proteger con una antorcha a sus ovejas de las fieras insomnes que habitan la noche.

Era un viaje de la terrible Ryanair, que en más de tres ocasiones ya me había hecho maldecir mis ilusos afanes de visitar Europa. Es el asunto de comprar los boletos antes de siquiera haber visto el mapa del país al que vas. Cambiar el vuelo de hora habría resultado más caro que comprar uno nuevo. Lo mejor en tal caso es no presentarse. Pero no presentarse a más de tres vuelos es dar a las aguas del mar dinero con el que no contamos, y ya estamos aquí, y cuándo podremos regresar (y más con la ebullición que hay en nuestro terruño). OK. ¡Pues vamos de una vez a seguir durmiendo en hostales de media estrella, comiendo en McDonalds y caminando tantas horas al día como las que ayunan los musulmanes durante el Ramadán!

Pensé que no disfrutaría Budapest por el cansancio y el hastío, más porque luego de tirarme a dormir en el suelo de la sala donde está la taquilla 355 (si no mal recuerdo) las autoridades aeroportuarias de Barajas de la T1 me despertaron con sigilo para informarme que no se podía acurrucar uno ahí. Lo de sigilo es broma, por supuesto, fue muy ruidoso el despertar; pero aun hubo tiempo de dormir dos horas y media en el asiento del avión.

En el aeropuerto Franz Liszt saqué 250 mil florines húngaros del cajero porque no sabía nada del cambio. Era casi el total de mi resto. No sé cuánto dinero perdí al transformarlos en billetes de la Unión Europea, pero esa cantidad equivalía a cerca de quince mil pesos mexicanos, unos 800 euros.

Conocí a una señora de Ecuador, Mercedes, que vivía en Madrid; ella me hizo entender el error en que había incurrido. Conformamos un extraño tándem de viaje, de esos que se instituyen cuando no se habla la lengua del lugar y no se conoce a nadie. Ya de Brindisi a Patras, Grecia, una pareja de argentinos de unos sesenta años (Mónica y ¿Jorge?) se había vuelto mi tabla de salvación en ese periplo de 17 horas por los mares Adriático y Jónico.

Alunizamos en un barco que parecía el de la película Zorba, el griego, y los tres sentíamos que en cualquier instante alguien iba a llegar con una daga y nos iba a decir: “muertos están si no me dan su dinero, su equipaje, sus pasaportes”. La pareja me contó cómo su hijo había asistido al jubileo del 2000 en Roma, y cómo ya estando en el viejo continente el entonces efebo había decidido pasar unos días en Budapest, donde se metieron a la habitación del hostal en que dormía y le robaron sus pertenencias. Tuvo que tramitar sus papeles de nuevo en la Embajada de Argentina en España para retornar a su natal Rosario.

La persona a quien llamaré “Jorge” fue al baño, pasó por el lobby y regresó con cara de sábana y una frase idónea para las sensaciones que ya albergábamos, con su acento de rosarino: “Allá afuera están los de la Camorra, la Ndrangheta, la Sacra Corona y la Cosa Nostra, es una cosa de miedo (che boludo)”. Su comentario profundizó más el franco sentimiento de desamparo que ya sentía.

Dejamos que la paranoia compartida abarcase la atmósfera del ferry, y si no nos abrazamos los tres fue sólo para no parecer presas fáciles a los ojos de nuestros eventuales y supuestos agresores. Debíamos mostrarnos agrestes y rabiosos, lo otro era muy navideño: habría parecido que los argentinos habían adoptado a un hijo del tercer mundo, y que celebraran con él unas vacaciones familiares en Disneylandia.

Ya ves que no es sencillo lidiar con las pulsiones que has cosechado con generosidad en tu territorio de origen. Pero lo más relevante que pasó en la travesía -aparte de que había tormenta en la madrugada, saliste a cubierta, el viento voló tu gorra, trataste de tomarla con las manos y casi caes por la borda sin que nadie te viera- fue que a las cinco antes meridiano te levantaste y, como en película de ciencia ficción, tus ruidosos vecinos, que llenaban todo el barco, habían desaparecido. Y no sólo ellos, “Jorge” tampoco estaba en su lugar.

Habíamos hecho guardia algunas horas por turnos hasta que ninguno de los tres pudo mantenerse despierto. Dormimos con los objetos de valor por almohada. ¿Dónde está “Jorge”? Por fortuna, la incertidumbre no duró mucho. Cinco minutos después de las cinco lo vimos entrar a la sala, y Mónica y yo nos calmamos: “todos desaparecieron, no hay nadie; me levanté y no te vi”, me dijo. “Yo me levanté y no te vi”, le respondí, nervioso aún, “dónde estabas”. “Fui al baño. Parece que se bajaron todos no hace mucho”. “Te la pasas en el baño”, expresó Mónica, como una especie de reproche. “Alguien comentó que iban a Albania, ahí debieron bajarse; te fui a buscar a cubierta y vi que nos alejábamos de un puerto”. Lo de película de ciencia ficción lo mencionó “Jorge”, y los tres asentimos. Pero me estoy desviando de lo que quería contar.

El tándem conformado por Mercedes y un servidor debía entenderse mediante señas con la gente de Hungría cuando no podíamos comunicarnos por medio del inglés. Así compramos un gyro y los boletos del metro. Budapest seguía teniendo un no sé qué, además de los vagones, la arquitectura y la ropa de algunas personas, que hacía sentir que el tiempo no pasaba. Algunos andaban vestidos como se ve en las fotografías de París de mediados de siglo, cuando la Segunda Gran Guerra y cuando el existencialismo.

Caminé la urbe como zombie junto a Mercedes y traté de tomar el mayor número de notas posible para acordarme de nuestro itinerario. Podría reconstruirlo aun si algo se me olvidase por el sueño que arrastraba como una cobija que, aunque necesitamos, no nos cubre el cuerpo entero cuando llega la noche.

No obstante, pese a los breves apuntes que tomé demasiado rápido, sería incapaz de referir con exactitud cada detalle de Buda y Pest, hablar de la mezquita, los rincones, los palacios, los puentes: la arquitectura; ahondar mucho en ese pique que mantiene con Praga por autodeclararse la ciudad más hermosa del continente. Sin mencionar la música, los conciertos, los bares…, el hecho de encontrar una franquicia de la Bodeguita de En Medio -el restaurante más célebre de la Habana-, ni cómo fue que nos perdimos Mercedes y yo, luego de que unas amigas chilenas la encontrarían en su hostal a la una de la tarde, por lo que había tenido que marcharse, dándome su número telefónico a cuyo aparato no entraban llamadas por estar en un país distinto de aquel en que lo había adquirido.

En la Bodeguita de En Medio un mesero aquincense me regaló un mapa y me explicó cómo llegar a mi hostal. En el hostal la mujer que me atendió quería que le pagara con euros, pero tenía 249 mil 800 florines húngaros en efectivo, insistí para pagarle en esa denominación. Quizá me cobró poco más de lo que decía la reserva pero me sentí feliz cuando aceptó el pago.

Evocando la penosa anécdota de “Jorge” y Mónica le pregunté si tenía caja fuerte. Hablaba un inglés mucho mejor que el mío. “No tengo”, respondió la administradora. “Llévate el dinero, tus documentos y lo que traigas de valor, porque no respondemos”. Me acordé de la feliz cuadrilla de unas 200 personas que iba en el ferry hacia Albania, la cual había despertado en mi amigo de Rosario la imagen de las cuatro principales agrupaciones de mercaderes ilegales de Italia. Me vi a plena luz del día siendo despojado de mi dinero y el pasaporte. Naaa, qué iba a pasarme. Nada.

Hacía frío, pero con la chamarra de cuero empezaba a sudar; si me la quitaba tenía la necesidad de ponérmela nuevamente. Es la descripción más fiel de viajar: tienes que hacerlo aunque te suscite contrariedades que de momento no es posible eludir. Ya te acostumbrarás.

Con la misma inercia alegre e inconsciente dejé Budapest, aunque había tomado esa breve cobija que es el sueño, que nunca parece ser suficiente cuando se sale de casa. Las siguientes ciudades, en distintos grados, también tenían un aire de haber sido el centro del universo. Una de ellas hacía no mucho tiempo. Había tantos edificios y palacios y estatuas y cuadros en esas urbes del norte que me cansé de mirarlos y de tomarles fotos; mi cámara debe haberlo percibido porque ya no quiso funcionar, y hube de comprar una tableta para captar las imágenes de las últimas partes del recorrido. Casi se terminaron los 250 mil florines. Y las instrucciones de esa pequeña máquina estaban en una lengua no menos ardua que el húngaro, la cual no entendía. Seguía simplemente la danza que los íconos virtuales me proponían cada vez.

 Fábula

Demasiadas imágenes furtivas y bellas, demasiada limpieza y pulcritud, demasiada contención y buenos modales, demasiadas buenas costumbres, demasiada franqueza y poco juego, demasiado por ahora de estas geografías. Me callé. Me cansé de hablar. El cuerpo era como un animal herido que caminaba por un instinto propio. Quién sabe qué cosa dormida despertó y guio la nave por sí misma.

En una cena en el centro del universo hace dos siglos, un muchacho parecido a Rimbaud sólo en el físico, me echó en cara el haber abierto un libro impúdico y sin ortografía en frente de sus amistades católicas y apostólicas. En el centro del universo hace un siglo, o siglo y medio, tuve la inenarrable sensación del encantamiento y el asco en un solo acorde. ¿Qué la había suscitado? Según yo, ahora, lejos de ahí, la contemplación del poder. Un poder asfixiante y seductor, demasiado grande aún, demasiado imponente y, por eso mismo, peligroso, apabullante, ensordecedor.

En el centro del universo hace más de cuatro siglos sentí nostalgia, deambulé bajo la lluvia, me caí y sangré; y en el fin del mundo hace varias centurias hallé amigos y la fuerza suficiente para regresar a un país lleno de sangre. Mi hermana Dánae me llevó a un concierto no tan clandestino pero más estridente, con sus mejores amigos. Bebimos cerveza. Después cerramos los ojos. No sé si he correspondido a su amistad en la misma medida. La rama del laurel nos une, pero no sé de qué forma.

Al día siguiente me acompañó al aeropuerto. Llegué a la capital del universo hace más de tres siglos y medio, cuando Europa era el ombligo del mundo y se pensaba que había un solo cuerpo. Esta vez tampoco me dejaron solo. Ese mismo día torné a casa directamente. Es como atravesar el tiempo. Como subir o descender al piso de un edificio en el que las horas tienen otra duración y donde los espejos ofrecen un reflejo distinto de las cosas.

Me cansé de balbucir y de intentar acaudillar para mí mismo el litigio de mi casa; aunque externándolo para que se me escuchase, yo mismo era el público. Monologaba. Llegando al otro lado del océano el paraíso al lado del muladar, la isla junto al deshuesadero, animales furiosos por ecuaciones invisibles y mercaderes del miedo. Las vías derruidas, un paisaje volcánico, el corazón palpitante fuera de su órbita. Demasiada realidad, suprarrealidad, hiperrealidad.

El señor de las moscas asustando a los niños de todas las tribus… Y ese como muchacho que acabara de cumplir los treinta años y que sintiese que se le va el poder, y que por ese motivo es más inclemente con los adolescentes y los párvulos.

Esa vieja señora, esa vaca que aparece en los cuadros del Renacimiento, no es tan proterva al final. Higiénica, obsesivo-compulsiva, grandilocuente, orgullosa e insegura, creo oírla preguntarse: ¿y si aceptamos la pena de muerte para acabar con el desempleo? Es pragmática ante todo, pero no podría soportar tal medida de austeridad si ve que de este lado del Atlántico no ha funcionado, aparte de que ha probado ya la disposición gustosamente antes sin que le resultara.

Frente a un paisaje se piensa que el resto del mundo es igual, decía Hazlitt. Y, a decir verdad, somos vecinos a los que no separan más que las paredes de su apartamento. Hay que buscar en casa el escenario de nuestras representaciones, mas hay que saberlo esbozar mirándolo desde lejos. Qué difícil respirar a esta altura, qué difícil estar despierto bajo esta luz.

Quieran los pájaros del alba dejarnos dormir, y que el sueño invada los párpados hasta que otra vez se vuelva indispensable despertar. Por el momento, estoy cansado. Ojalá los lobos no se lleven demasiados corderos en lo que nos tendemos a recuperar las fuerzas. Ojalá que no nos lleven a nosotros mientras estamos soñando.


Omar Arriaga Garcés es poeta y periodista cultural mexicano (Morelia, 1984), Licenciado por la Facultad de Lengua y Literaturas Hispánicas de la Universidad Michoacana. Cursa actualmente la Maestría en Filosofía de la Cultura. Ha ganado el Premio Michoacán de Ensayo María Zambrano 2013 por La muerte de Sócrates, su primer libro publicado. Estuvo en España realizando una estancia académica.


Esta es una serie de tres textos en torno a la experiencia de Omar Arriaga Garcés viajando por Europa.

1. Visión primera.

2. Un bárbaro en Italia.


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