El 19 de noviembre del 2002, luego de seis días de errático y confuso vaivén en que tanto unos implicados como otros velaban por sus propios intereses, el buque Prestige (de una longitud de 243.5 metros, algo así como dos y medio campos de fútbol), que venía de Letonia con destino a Singapur, navegando en ese momento por aguas gallegas con 77.000 toneladas de fuelóleo (un derivado de petróleo, viscoso y denso), que había emitido un S.O.S. el día 13 de noviembre a los servicios de rescate españoles debido a que presuntamente había sufrido un impacto que agrietó uno de los contenedores, vertiendo así su interior en medio de un temporal de auténtica pesadilla en que controlar los movimientos del petrolero resultaba una heroica faena, el Prestige se partió finalmente por la mitad, hundiéndose lentamente y tocando fondo a casi cuatro mil metros de profundidad. No hubo muertes humanas.
Mientras todo esto ocurría en el mar, el litoral gallego recibió una serie de mareas negras, chapapote, que las olas escupían a la costa, contaminando todo a su paso. Galicia, tierra conocida por su apego al mar, sus historias de navegantes y por ser una de las zonas pesqueras más ricas y fructuosas de toda Europa, de un día para otro quedó imposibilitada para cualquier actividad de pesca o acuicultura. Miles de especies acuáticas y aves murieron intoxicadas, algunas de éstas prácticamente se extinguieron. Todo el ecosistema quedó dañado, la economía de la región desequilibrada: Tragedia mayúscula.
Natural y lógicamente, los primeros que se movilizaron para remediar esta nefasta situación fueron los propios pescadores, marineros, mariscadores y habitantes de los territorios aledaños al perjuicio. Con sus mismas manos o con instrumentos rudimentarios hicieron lo humanamente posible para limpiar sus aguas y costas. Pronto, una avalancha de voluntarios de toda España (y algunos de otros países como Portugal o Francia) se unieron a la labor desinteresadamente. Al contrario de esta vibrante respuesta ciudadana, el gobierno autonómico gallego y el central en Madrid tardaron mucho en reaccionar, minusvalorando lo acontecido (“son unos hilitos como de plastilina”, dijo Mariano Rajoy, por entonces vicepresidente, hoy, tristemente, presidente; en este sentido España ha retrocedido totalmente). Ante la torpeza y desidia de los gobiernos, que en principio se esforzaron más por subestimar y ocultar lo ocurrido que tratar de solventarlo (los españoles tenían que recurrir a la prensa extranjera para enterarse de lo que estaba pasando), nació la plataforma ciudadana «Nunca Mais» («Nunca más», en castellano), uno de los movimientos sociales con más fuerza en la historia de la España contemporánea.
Presionados, los armadores del Prestige contrataron una empresa que puso en marcha un plan sin precedentes, bajar con batiscafo hasta el buque y taponar las grietas de los contenedores, impidiendo así el escape de más fuelóleo. Luego, en el 2004, dos años después, con el asunto más o menos controlado, Repsol (multinacional española vinculada al mercado del hidrocarburo) extrajo el resto del petróleo que se alojaba en el pecio.
Al pasar de los días y los años ha ido saliendo información y se han sacado conclusiones: que el Prestige no tenía la calidad requerida para navegar (de hecho, iba a ser el último viaje tanto del buque como del capitán, Apostolos Mangouras, el primero destinado al desguace, el segundo al retiro), una condición achacable al feroz libre mercado y sus flexibles regularizaciones; que Galicia y toda España no poseen los medios tecnológicos para hacer frente a este tipo de contingentes (otras naciones cercanas como Francia u Holanda se mostraron mucho más resolutivas y capaces); que en el gobierno hay no otra cosa que una pandilla de ineptos; que el deterioro en algunas zonas es tal que el ecosistema tardará décadas en restaurarse (aunque los expertos aseguran que jamás volverá a ser auténticamente lo que era)…
A todo esto, resulta curioso y de alguna manera significativo (al menos para mí), que durante el mismo año en que se edita Songs Cycled de Van Dyke Parks, uno de los mejores discos del 2013 para quien esto firma, en el cual se incluye el tema «Black Gold» donde el estadounidense fantasea libre, embelesadora y alucinantemente sobre este desgraciado suceso, coincida, más de una década después, con la reciente sentencia del Tribunal Superior de Xustiza de Galicia, el cual ha decidido absolver a todos los enjuiciados en el caso. Decreto: no hay culpables, ni los empresarios sin moral que contrataron un barco ruinoso y a una tripulación mayoritariamente sin experiencia (entre ellos 23 filipinos, o dicho en palabras más crudas pero efectivamente gráficas: mano de obra barata), ni las autoridades políticas que en su momento tomaron decisiones equivocadas y tardías. El único acusado fue el capitán, chivo expiatorio de todo este problemón, que pasó tres meses en prisión preventiva y luego otro tanto en libertad condicional, por un delito de desobediencia a las autoridades españolas (se negó a ser rescatado el primer día de socorro, pensando que podría salvar al buque).
El caso Prestige es el siniestro medioambiental (que no desastre natural) más costoso en la historia de España y está valorado como uno de los tres más graves a nivel mundial (sólo superado por la desintegración del trasbordador espacial Columbia y Chernóbil). ¿Quién paga la factura entonces? Los de siempre: el pueblo y la naturaleza.
Documentos consultados:
La responsabilidad por los daños causados por el hundimiento del Prestige. María Paz García Rubio, Santiago Álvarez González. Iustel, Madrid, 2007.
Prestige, desastre en la costa de la muerte. José Ángel Montiel, 2003.
Die ‘Prestige’ – Das Öl und ein Kartell des Schweigens. Georg M. Hafner, 2003.
Artículo publicado originalmente en Satélite Media.
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