14/12/2024, Auditorio Nacional, Madrid.
No pude no hacer acto de presencia: peregriné hasta el Auditorio Nacional de España para rendir tributo a un verdadero gigante, cumbre de la cultura mundial, un hombre sencillamente inigualable, esa montaña llamada Richard Wagner. Entre el 13 y el 15 de diciembre, los melómanos más intensitos y obsesivos de esta ciudad, nos dimos cita en el número 146 de la calle Príncipe de Vergara, porque la Orquesta Nacional estuvo interpretando una compilación orquestal arreglada por Lorin Maazel, cuyo nombre es Der Ring ohne Worte (El Anillo sin palabras) y que consta de 20 fragmentos sin interrupción extraídos de todo el ciclo del Anillo del Nibelungo, sin duda lo más importante que se ha escrito para el arte escénico de todos los tiempos (cine incluido). Yo, al igual que otros, fui a hincar mi rodilla como fiel devoto de la religión wagneriana.
Y tras los 75 minutos que dura esta suite, salí del Auditorio concluyendo que Wagner puede contra todo y contra todos. Contra una orquesta que empezó los primeros compases de manera dubitativa y tambaleante, como si empezaran la pieza pensando “ah, ¿qué somos nosotros mismos los que vamos a tener que escalar esta montaña?, ¿no se escalaba por sí misma?”. Pues no. Entraron a la sala sinfónica como algunos grandes clubes de fútbol al campo: creyendo que con la camiseta y el escudo van a ganar el partido y lo cierto es que para ocupar esos puestos deberían dejarse la piel en cada función. En los primeros y en otros compases hubo imprecisiones. No concibo cómo unos músicos en este nivel no pueden sentarse en su sitio anticipando ya el último compás, la última nota, y se puedan percibir fallos evidentes. No demasiado graves, pero fallos al fin y al cabo. Y no es que no den la talla estos músicos, cómo no, pero supongo que, como ya en todos los sectores, falta disciplina férrea y, perdonadme, autoritarismo del bueno. ¡Oh, excelencia, dulce y anhelada excelencia!, tú también estás dejando de reinar en los espacios de la música culta, triste realidad inimaginable hasta hace apenas unos pocos años. La humanidad está siendo incapaz de mantener el listón que hemos heredado y poco a poco y a veces vertiginosamente, lo vamos entre todos bajando.
Pero Wagner puede contra todo. Contra un director, Josep Pons, que no me termina de convencer. No veo en él ese carácter, autoridad y personalidad arrolladora que debe de tener un gran director de orquesta. Su gestualidad me parece de brochazo gordo y, de vez en cuando, especialmente justo antes de atacar un pasaje violento, se le escapan gruñidos y pujidos que afean su labor. Todavía recuerdo como si hubiese sido ayer a Semyon Bychkov dirigiendo el Parsifal en el Teatro Real (2016), una función que pude criticar para este medio y en la que tuve al director ruso a escasa distancia. ¡Menuda diferencia! Ese hombre podía dirigir no sólo a la orquesta sino a todos los cantantes tan sólo con sus pestañas. Josep Pons cumple, sin más. Y uno puede esperar que cumpla un funcionario, un asalariado, un miembro de las Fuerzas y cuerpos del Estado, un conductor de autobús… pero de un artista se exige algo más que sólo cumplir. Cumplir cumplen muchos y son nada más que del montón. Pero el Arte es algo más y Wagner está en la cima. Pienso en el público taurino y su exigencia, a veces exagerada. Torear en Las Ventas puede llegar a ser realmente terrible porque el público te va a reclamar por todos lados. Te lapidan si aburres, si cometes torpezas, si pretendes engañar, si no hay valentía, si no hay pureza, si no baja el duende… Incluso si eres demasiado perfecto; de hecho, cuanto mejor lo haga un torero, más tendrá que aguantar “el peso de la púrpura”. Echo de menos algo de esta exigencia en el resto de disciplinas artísticas.
Pero Wagner puede contra todo. Contra un coro de toses y ruiditos de móviles que, sobre todo en el primer cuarto de hora, llegó a ser demasiado. Qué importante es que se eduque la población en el saber respirar. A mí me enseñó siendo niño primero mi padre un día que me encontraba con náuseas y me explicó que si controlaba mi respiración podía llegar a apaciguar el asco y así fue. Y después me enseñaron mis profesores del Conservatorio de las Rosas siendo ya adolescente. Desde entonces he puesto en práctica el saber respirar. Tampoco es que lo tenga interiorizado al nivel de un cantante de ópera, pero sé controlarme lo necesario para frenar considerables ataques de tos. Pero parece que al respetable de los auditorios del mundo se le han escapado estas lecciones tan básicas como importantes para la sana convivencia en situaciones como la de un concierto de estas características. A veces también pienso que es un acto inconsciente de parte de mucha gente que se siente incómoda ante el vacío del silencio, ante el vacío existencial al que nos arroja el arte. Y, no obstante, qué tendrá Wagner y su Anillo que durante algunos cuantos minutos seguidos, aquí y allá en la hora y cuarto de duración, el compositor alemán surgía de entre el gentío de instrumentos como un coloso imponente acallando por completo a las más de 2300 gargantas que nos reunimos esa noche, momentos en los que sólo y únicamente, ¡oh, asombro inaudito!, pudimos escuchar la música escrita en el pentagrama con toda su pureza sin más elementos distractores. Un milagro llamado Richard Wagner.
Wagner puede contra todos, no tiene rival. Ni la santísima trinidad Bach, Mozart y Beethoven, ni la dupla italiana Verdi-Puccini pueden contra él. Y todavía le sobrarían fuerzas para derrotar a quien osara mirarlo de frente. Y aunque yo personalmente defendería con mi propia vida a todos y cada uno de estos grandes, enormes compositores mencionados, especialmente a mi Mozartito consentido y a mi Puccini arrebatador, podemos decir de estos hombres ilustres que fueron «tan sólo» compositores. Y, sin embargo, Wagner fue algo más que un compositor. Probablemente haya sido el artista más completo que hayan visto los ojos de la humanidad. Creo que Wagner fue, ante todo, un ideólogo. De los pocos artistas de los que se puede decir que cogieron al toro por los cuernos y no fueron arrollados y corneados por él. El Hombre dominando al Arte y no el Arte dominando al Hombre. Un Artista con una visión sobrehumana, anticipándose y adelantándose mucho a su tiempo. Se adelantó al expresionismo alemán, se adelantó a todas y cada una de las bandas sonoras y sagas cinematográficas del siglo XX a la fecha. Y lo hizo mejor que nadie, antes o después que él.
Esta suite realizada por Lorin Maazel (hay, que yo sepa, otras dos propuestas del estilo tanto de Leopold Stokowski como de Henk de Viegler que sinceramente no conozco y que me las quedo de tarea) es genial y obra lo imposible: resumir en 75 minutos de manera afortunada, cabal y cronológica, 15 horas de las cuatro de las más elevadas óperas jamás creadas: El oro del Rin (estrenada en 1869), La valquiria (1870), Sigfrido (1876) y El ocaso de los dioses (1876). Es una compilación ideal para todos aquellos que no se hayan atrevido o tenido el tiempo de empezar la aventura del Anillo y que algún día pretendan hacerlo. A mí se me ha abierto el apetito para volver a verla de nuevo completa.
Y es que vivir la experiencia del Anillo marca un antes y un después en la vida de cualquier alma sensible y mente desarrollada. No vuelves a ser el mismo una vez te sumerges en el preludio que describe las profundidades del Rin, cabalgas junto a las valquirias al ritmo de la famosa marcha, te llenas de melancolía ante la inocencia del clarinete y la flauta que, como pájaros y murmullos del bosque, se dirigen y cantan a Sigfrido, para finalmente ascender de manera épica dejando atrás un mundo al que los dioses han abandonado, en el que los humanos y demás seres fantásticos de esta mitología se quedan desamparados a su propia suerte, los pobres míos.
Sí, Wagner puede contra todo y contra todos. Amén.
Imagen de cabecera: «Valhalla», pintura escénica creada por Max Brückner para el ciclo del Anillo del Nibelungo en Bayreuth (1896).
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