Me mudé a Madrid cuatro años después de los atentados del 11 de marzo del 2004, encontré una ciudad que si bien conservaba su famosa alegría de la que tanto se ha hecho bandera (y que en los últimos años está auténticamente de capa caída), notaba, sin embargo, que venía arrastrando un doloroso recuerdo reciente, una cicatriz que atraviesa el rostro de la ciudad, una señal que ha deformado y afeado su espíritu, metáfora que se traduce en cierta hostilidad, desconfianza y tristeza que se manifiesta en según qué circunstancias difíciles de discernir. Pero algo hay. Algo, una tortura visceral, psicológica y espiritual ha quedado en el aire desde entonces. Como cuando una persona sufre un hecho traumático, difícilmente vuelve a ser igual que antes de pasar por ello, su carácter cambia, le cuesta sonreír, como si le hubieran arrebatado su capacidad de ser feliz, disfrutar la vida, pasar página.
Hace apenas unos días se cumplieron diez años de aquello y muchos aún recuerdan el sufrimiento, miedo e incertidumbre que causaron las explosiones en los trenes de la red pública del transporte de la capital española. Hubo 192 muertos y cerca de 2000 heridos, españoles e inmigrantes. Pero por supuesto cuantificar a ciencia cierta los daños derivados de este incidente, materiales e inmateriales, directos e indirectos, es una tarea que escapa a las matemáticas puesto que el factor humano no es medible. No se puede medir el dolor de una madre que ha perdido a un/a hijo/a. No se puede medir el trauma de un superviviente que ha visto cómo el viajero que iba a su lado caía muerto unos metros más allá, sin miembros o sin cabeza. No se puede medir el esfuerzo que le toma a una persona vivir día a día sin una pierna, sin ojos, obstaculizado por fobias, reviviendo en pesadillas lo ocurrido. No se puede medir tampoco lo que esto afecta al entorno de las víctimas, gente que no deja de ser ciudadana, que tiene que, como todos, buscarse la vida, convivir con una ciudad de unos cuatro millones de habitantes.
Y así como unos no pueden olvidar, otros decidieron formatear su mente, volviendo a dar su voto al Partido Popular (PP) en las últimas elecciones del 2011, en las que obtuvieron mayoría absoluta, dándole de nuevo el poder a los mismos que ocasionaron esta tragedia. Porque fueron ellos, con el ex presidente José María Aznar a la cabeza, quienes apoyaron a la Estados Unidos de George Bush en la invasión a Irak, enfureciendo al mundo islámico. Éstos planearon su venganza y el pueblo español pagó así su ignorancia al colocar en el mando a esa pandilla de neoliberales sin escrúpulos. ¡Y lo han vuelto a hacer!
No contentos con esto, el gobierno del PP y los medios de comunicación controlados por ellos mintieron en su momento tratando de dirigir la culpa de los atentados a ETA, el grupo armado que más quebraderos de cabeza le ha dado al Estado español, buscando generar miedo, confusión y el apoyo masivo de la ultra derecha (enemistada con todos los grupos separatistas) y de la ciudadanía en general, para así volver a ganar las elecciones que estaban programadas a efectuarse tan sólo tres días después del sangriento 11 de marzo del 2004. No quisieron admitir la verdad, lo que el Ministerio de Interior ya sabía desde las primeras horas después del atentado, información que el gobierno ocultó de cara a la ciudadanía para ver si su treta colaba: que fue una operación perpetrada por una célula local de Al Qaeda como reacción a la ocupación militar.
Aún hoy, algunos de estos fascistas del PP insisten en cuestionar los hechos, arguyendo lo que se ha conocido como “la teoría de la conspiración”, la cual consiste en un supuesto pacto entre ETA y el Partido Socialista Obrero Español (quienes finalmente resultaron ganadores el 14 de marzo del 2004) con el fin de provocar estos incidentes en nombre de Al Qaeda para así conseguir el triunfo en las urnas que de otra manera no hubiera sido posible (los socialistas, durante la campaña electoral, prometieron retirar las tropas españolas de Irak en caso de obtener la victoria, y lo cumplieron). Por supuesto, esto es una rebuscada falacia, habladurías de sinvergüenzas y malos perdedores, ya que el PP no ha podido demostrar absolutamente nada de lo que acusan, no han podido tergiversar la verdad aunque más de un ciudadano imbécil les ha creído. En un mundo en el que se practicara más a menudo la reflexión y la lógica, el PP nunca hubiese ganado otras elecciones después de mentir de esa forma, de la misma manera que el PRI no tendría que haber vuelto jamás a ejercer el gobierno en México.
Yo no vivía en Madrid cuando ocurrió aquello pero a veces me pasa que cuando me encuentro en las calles de la ciudad y por alguna u otra cosa me siento en especial sintonía con ella, de pronto, sobre todo cuando camino por Atocha, uno de los fatídicos escenarios, me vienen las imágenes que he visto en documentales y en archivos, y las historias que me han contado amigos y conocidos, y entonces como que me aflige pensar que en la querida ciudad donde vivo, a la que yo tengo por fiestera y abierta y asimismo sencilla y hasta humilde (digo, para ser una capital europea), haya podido pasar algo así, a la gente con la que me muevo y mezclo como uno más. Vivir en una ciudad marcada por algo así no es poca cosa. Pesa.
Estos días me leí la primera novela del cineasta cántabro Manuel Gutiérrez Aragón, La vida antes de marzo (2009, Anagrama), magistralmente escrita, casi casi una obra maestra, en la que se van hilando progresivamente y de manera muy sutil (¡qué dominio narrativo el de este hombre!) los atentados del 11 de marzo del 2004 en Madrid a lo largo de una conversación que sostienen dos hombres asturianos en un tren que recorre Europa en el año 2024, dos décadas después de las explosiones. Debo decir que me devoré el libro, lo recomiendo mucho.
Asimismo, también se ofrecen perspectivas interesantes en la compilación de cortos, documentales y ficción, llamado Madrid 11-M: todos íbamos en ese tren (2004) y en el especial que el diario El País ha realizado a razón de este décimo aniversario.
Artículo publicado originalmente en Satélite Media.
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