Mariachi y tequila, una noche en torno a José Alfredo Jiménez

Mexicanos y españoles recordamos al que sin duda es el cantautor de música ranchera más importante, a razón de los 40 años desde su fallecimiento.

Este miércoles dos de octubre (no se olvida), una amiga moreliana que vive en Barcelona me visitó. Ella se llama Alejandra y nos conocimos en el Conservatorio de las Rosas hace ya más de un lustro pero, aunque compartíamos las mismas clases y teníamos algunos amigos en común, en realidad ahí casi no convivimos (la culpa probablemente sea mía porque me cuesta relacionarme, soy algo hermético y tiendo a moverme por círculos muy cerrados).

Es curioso que ocurran cosas como esta: sin que hubiésemos hecho grandes esfuerzos por conocernos en nuestra ciudad natal, los caminos de la vida nos han situado en senderos paralelos. Y no sólo por el hecho de que nos hayamos mudado, cada quien por su cuenta, de Morelia a España el mismo año y prácticamente durante el espacio de un mes, también porque hemos descubierto durante las charlas que se han sucedido en Madrid que existe cierta conexión entre nuestras vidas: los dos venimos de contextos socio-familiares más o menos análogos, la manera en que nos hemos desenvuelto por el mundo coinciden en varios aspectos y a los dos nos interesa mucho la música desde un punto de vista histórico y social. Es por eso que la veo como una hermana espiritual, como a otros/as pocos pero constantes a quienes asimismo y por diferentes razones considero de esa manera.

Total, el caso es que Ale vino a Madrid porque anda tras algunos proyectos culturales que quiere concretizar: organizar conciertos y exposiciones. Apenas estuvo dos días y medio por la capital española (ella cuando viene se impresiona de lo diferente que es con respecto a la capital catalana) y en el primero anduvimos dando vueltas por la ciudad buscando contactos y demás. Al día siguiente ella salió y yo me quedé en casa escribiendo, puliendo otro artículo que tenía que entregar ese mismo día. Al rato volvió y me dijo que había ido al Instituto de México en España, un centro cultural situado justo al lado de la Embajada de México y, charlando con los responsables del lugar, se enteró de que esa misma noche habría un homenaje a José Alfredo Jiménez, sin duda nuestro cantautor de música ranchera más importante, ya que este 2013 se cumplen 40 años desde su fallecimiento.

Entre la comida, la charla y lo mucho que me tardé en mandar mi artículo (reviso hasta el hartazgo los textos), salimos rumbo al centro ya con bastante retraso. Cuando llegamos ya no había ni un sitio libre e incluso la gente se apiñaba en la entrada y en las escaleras que dan al segundo piso. Nos colocamos ahí donde pudimos. Paloma Jiménez Gálvez, una de las hijas de José Alfredo, presidía el acto en el que se fueron sucediendo varios cantantes que interpretaban una o dos canciones del autor guanajuatense. La verdad, para qué les miento, no conozco a ninguno de los que intervinieron y no mucho puedo decir sobre ellos: Toya Arechabala, Paco Padilla, Sheila Ríos, Ignacio y Cuca Gil Casares, Ximena Pan de Soraluce, Miguel y Octavio Jaramillo… No todos me gustaron, unos más, otros menos.

Aunque había de todo, entre el público predominaban adultos mayores, gente que parecía de un estatus acomodado, mexicanos y españoles. Se notaba una creciente emoción y sentimiento alrededor. Alejandra cantaba los temas que se sabía, yo callaba porque casi todo lo vivo por dentro. Observando al público me vinieron a la mente las historias e imágenes que he leído y visto sobre los españoles exiliados de la Guerra Civil en México, quienes se reunían cada tanto a cantar y tocar música española, declamar poesía, representar obras teatrales, debatir ideas, o simplemente consolarse mutuamente. Soy consciente de que las circunstancias no son las mismas porque la gran mayoría de los mexicanos que estamos en España no somos exiliados como tal, no hemos huido de una guerra (¿o sí?) ni nadie nos forzó a nada en México. Somos gente que, simplemente, está buscando otras vidas, otras posibilidades. Pero aun así, tanto para los españoles (quienes bien pudieran provenir de estas familias en el exilio o ya fuese porque han vivido en México por su iniciativa y sin precedentes) como para los mexicanos que estábamos ahí, una noche como esa, ¡recordando las canciones que nos han dado buena parte de nuestra identidad!, era propicia para la nostalgia, la tristeza, para el viaje sentimental y existencial pero también para una dichosa alegría: el nexo común entre los que fuimos asistentes (más los tantos otros que andarán por ahí), es México, para lo bueno y para lo malo, para llorar y para reír.

Y así, de manera sorpresiva, como suele suceder en estos actos, apareció un mariachi ocupando buena parte del escenario. Los ánimos se vinieron arriba al instante y hasta parecía que podrían despeinarse algunas señoras enjoyadas. “Falta el tequila”, dijo Ale y le di toda la razón. De pronto, uno de los violinistas, que venía de la calle, se incorporó al conjunto en mitad de un tema: Alejandra y yo no fuimos los únicos mexicanos que llegaron tarde, mal rasgo que también nos define.

La verdad es que estaba emocionado y varias veces sentí un nudo en la garganta. Qué bonito es lo bonito. La intervención del mariachi fue breve y con ellos acabó el acto como tal, los organizadores entonces anunciaron que había tequila en el piso de arriba y a varios se nos iluminó el rostro. Ale me comentó que bien hubieran podido ofrecerlo un poco antes del mariachi para que la euforia se hubiese desatado más fácilmente y de nueva cuenta le di toda la razón. Poco a poco, mientras unos subían y otros se iban, nos fuimos acercando. En una mesa había cuatro tequilas de marcas distintas, sólo me acuerdo de uno añejo que llamó mi atención y que fue el único que tomé: “Tequila Rudo”. Su presentación es muy original (la etiqueta ilustra a un luchador libre y la tapa es una máscara típica de éstos) y la verdad es que la bebida estaba muy buena. No soy un experto pero creo que es un producto recomendable.

Entre conversaciones felices y caballitos o, como se dice en España, chupitos, fueron pasando los minutos en que progresivamente se fueron retirando los asistentes y cuando quedábamos pocos, los músicos del mariachi, al calor del alcohol, de la conversación que giraba en torno a José Alfredo Jiménez y para agasajar a su hija que seguía ahí, volvieron a sacar los instrumentos de sus estuches para el regocijo de todos. Una canción tras otra, un tequila tras otro. Mi esposa, libre de su jornada laboral, nos localizó y rápida y risueñamente se incorporó a la velada. ¡Qué afortunado y qué gozo más grande estar ahí, tomando un tequila tan rico con tal compañía, mientras escuchábamos en espacio de centímetros a todo un conjunto de mariachi, algunos de ellos notables músicos, donde éramos fácilmente menos de diez personas!

Al final me animé a corear «Sereneta Huasteca» (“Qué voy a hacer si de veras te quiero, ya te adoré y olvidarte no puedo”) y «El último trago» (“Otra vez a brindar con extraños y a llorar por los mismos dolores. Tómate esta botella conmigo y en el último trago nos vamos”). Fue muy conmovedor y emocionante, me acordé de mi tierra (tan herida y mal administrada, como España), de mis padres, hermanas, hermanos y amigos, fue realmente como transportarse a México por un momento y como por acto de una ilusión. Me gustó. Quiero guardar esa noche por siempre en mi memoria y aquí la plasmo para compartirla.

Cuando nos despedimos, afuera del Instituto de México, ya estábamos en otro país…


Artículo publicado originalmente en Satélite Media.

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