Una “flauta mágica” subordinada por la pantalla

Quizá el montaje tuerce demasiado la entidad de “La flauta” y quien asista a esta producción sin conocer la obra, verá, sí, una propuesta ingeniosa, singular e inusitada, pero en cambio no conocerá una “Flauta” especialmente sustancial.

22/01/2016, Teatro Real, Madrid. Segundo reparto.

Se esperaba con ganas este montaje que se desmarca de las producciones habituales no ya de La flauta mágica como título sino como apuesta escénica en sí misma.

Los principales responsables de esta propuesta que carece de decorados y que basa toda su originalidad en una serie de proyecciones con las que los cantantes han de interactuar sobre una pantalla que ocupa todo el ancho del escenario, son Barrie Kosky, Suzanne Andrade (dirección de escena ambos) y Paul Barritt (animador).

La idea en que se basa el montaje es, creo que nadie podrá argumentar lo contrario, originalísima y en sí poco vista, pero el producto final me pareció más bien regular.

A pesar del dinamismo constante que ofrece la proyección, lo que a fin de cuentas me transmitió este montaje fue rigidez porque los cantantes están todo el tiempo supeditados, condicionados y subordinados por las animaciones. No pueden improvisar ni dejarse llevar. Aquí quien manda quizá no sea ni la propia música de Mozart sino la proyección. Me pregunto qué pasaría si se generaran atrasos o si resultaría imposible dada la continuidad de la animación bisar algún aria en tal caso.

Esa sensación de rigidez también se acentúa porque la razón de ser del montaje pretende ser un homenaje al cine mudo, en el que Papageno se convierte imperdonablemente en una especie de Buster Keaton sin apenas referencias a su condición de pajarero. En este fin por recrear un cine sin palabras operístico, los responsables, de paso, despojaron a la obra de su cualidad de singspiel, porque las partes habladas originales aquí no son tales, sino que se reproducen mediante secuencias con los diálogos proyectados en rótulos a la manera de las pelis antiguas.

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Para mi gusto este montaje tuerce demasiado la entidad propia de La flauta y quien vaya a ver esta producción sin conocer la obra, verá, sí, una propuesta ingeniosa, singular e inusitada, pero en cambio no conocerá una Flauta especialmente sustancial, lo cual es terrible tratándose de uno de los títulos más estimulantes y evocadores jamás escritos.

Eso sí, en la coherencia interna de la obra casi siempre funciona lo proyectado. Otras veces no.

El segundo acto me gustó más, no sé si porque la maquinaria se terminó de engrasar o si fui yo quien cambió la actitud en el entretiempo pero el caso es que todo fue fluyendo mejor.

En el podio es el actual director musical de esta casa, Ivor Bolton, el encargado de extraer las notas de una partitura que los aficionados a la ópera conocemos muy bien. Se nota enseguida que Bolton ama a Mozart. Irá al cielo sólo por eso. Pero su Flauta mágica no terminó de convencerme, menos aún que sus Bodas de Fígaro del año pasado. Para mí faltó empaque, espontaneidad…

En cuanto a las voces sólo Ana Durlovski como la Reina de la Noche fue la única que pudo ofrecer algo más allá de la planitud del resto de sus compañeros, si bien es verdad que sus arias son las más vistosas de la obra. Fue justamente la más ovacionada.

La flauta es mi ópera favorita, pero esta producción no logró cautivarme y casi ni siquiera puedo decir que me haya entretenido particularmente, aún a pesar de que sí encuentro valiosa y curiosa la propuesta. Sin embargo, en la balanza cambio veinte montajes pretendidamente originales como estos por uno sólo escenificado con buen gusto, fiel a la esencia, y afrontado por los ejecutantes con el gallardo espíritu que se requiere.

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De La flauta celebro todo a excepción de sus deslices racistas y misóginos, si bien al final la obra termina ensalzando alentadora y simbólicamente la figura de la mujer, en concreto a esa nueva mujer venida con la Ilustración, cuando Pamina junto a Tamino supera las pruebas a las que le somete Sarastro, trasunto de líder masónico aquí reconvertido en una especie de Abraham Lincoln, venciendo así el miedo a la muerte; y quien vence el miedo a la muerte se vuelve inmortal en vida.

De hecho, La flauta se podría resumir en esta línea cantada por Tamino y Pamina: «¡Iremos, por el poder de la música, alegres por la oscura noche de la muerte!”. ¿Puede haber algo más encantador que una ópera que hable sobre el propio poder invencible de la música?

En resumen: el montaje no está mal, gustó al público en general, pero el resultado final, al menos para mí, deja que desear.


Fotos: Javier del Real / Teatro Real


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