Himno Nacional Mexicano, una gran chapuza

Dos posibles plagios, un poeta que no quería escribir y un compositor que pasó muy poco tiempo en el país, entre otras cosas...
La gran parte de la sociedad mexicana, como así ocurre en otros países (la España fascista, sin ir más lejos), adopta de manera fanática y ciega el nacionalismo con el que nos adoctrinan desde el hogar y, muy especialmente, desde la escuela básica (yo me crie prácticamente toda la vida en instituciones públicas, las cuales son claramente partidarias de una educación militarizada). En general, el nacionalismo es un tipo de fe y por tanto se trata de un asunto inflexible e irracional, al grado de que los símbolos nacionalistas puedan ser considerados por gran parte de la población como un auténtico legado divino apodíctico, y no por lo que en esencia tangible son: emblemas creados a partir de meros intereses políticos y totalitaristas.

El Himno Nacional Mexicano, en el que me centraré en esta columna, ni es tan mexicanísimo ni tendríamos por qué sentirnos particularmente identificados con él. De hecho, bien podríamos considerarla como una chapuza (en sus tres acepciones, en mayor o menor medida) y he aquí algunas consideraciones para tal conclusión:

El Himno no surgió de manera espontánea ni mucho menos de forma particularmente heroica sino por puro método de prueba y error, y su creación estuvo condicionada más por una serie de circunstancias discutibles y ambiguas que por un objetivo sublime en sí. Antes de que llegase la composición tal cual hoy la conocemos, hubo un montón de intentos y vaivenes erráticos para establecerlo. Muchos de esos tanteos se llevaban a cabo motivados por fallidas convocatorias que terminaban en nada o bien porque algún músico europeo o estadounidense se ofrecía a componerlo en el momento en que se encontraba de gira por aquel México recién independizado, tratando de aprovechar una oportunidad en un país tan nuevo que ni siquiera poseía himno oficial. Varios de estos himnos se ejecutaban en actos de gran pompa pero, por diversas razones, no calaban en el espíritu del pueblo porque el autor en turno, lógicamente, no conocía el sentir mexicano.

No fue hasta el año 1853 cuando el eternamente polémico Antonio López de Santa Anna (para entonces autonombrado como Su Alteza Serenísima), luego de haber pasado por la silla presidencial nada más y nada menos que diez veces y de haber vuelto de un exilio de cinco años (dos en Jamaica, tres en Colombia), convocó un concurso para que de una buena vez México tuviese su himno. Primero se efectuó la competición lírica y después, ya sabiendo cuál iba a ser el texto, la musical. El poema ganador resultó ser el del potosino Francisco González Bocanegra (quien, por cierto, era hijo de españoles y adulador de Santa Anna). Esta parte de la historia es conocida por su jocosidad: el autor del Himno Nacional Mexicano compuso los versos ganadores obligado por su novia. Y esto fue así porque, luego de que el poeta se negase a participar en el concurso reiteradas veces alegando que él  era un poeta que sólo le cantaba al amor, su pareja le tendió un trampa encerrándole en una habitación con la amenaza de que no saldría de ella hasta que hubiese terminado el trabajo. Así, bajo un chantaje emocional y la propia apatía del autor, surgió ese texto que algunos han cantado con lágrimas en los ojos. Además, y esta parte no nos la han contado mucho, los historiadores mexicanos más contestatarios sospechan que Bocanegra plagió (consciente o inconscientemente, no se sabe) parte del texto, basándose en el poema que el anglosajón Andrew Davis Bradburn había escrito cuatro años antes también para un concurso. Del cual, la primera estrofa dice así:

Truene, truene el cañón, que el acero

en las olas de sangre se tiña,

al combate volemos; que ciña

nuestras sienes laurel inmortal.

Nada importa morir si, con gloria,

una bala enemiga nos hiere,

que es inmenso el placer, al que muere,

ver su enseña triunfante ondear. 

Por si fuera poco, también cabe la duda sobre la originalidad de la propia composición musical. El autor de ésta es Jaime Nunó, de origen catalán, y aunque ciertamente sus restos se encuentran ahora en la Rotonda de las Personas Ilustres en México, ¡Nunó sólo vivió aproximadamente dos años efectivos en nuestro país! Su Dios y Libertad, como así tituló a la pieza, es considerablemente similar a Wer will unter die Soldaten, composición del alemán Friedrich Wilhelm Kücken datada en 1849, es decir, cuatro años antes que el Himno. De igual manera me cuesta creer la legitimidad del concurso, ya que no es un secreto que Nunó trabó amistad con Santa Anna mientras residía en Cuba y éste fue quien, de hecho, invitó al músico español a México, dándole el cargo de director de las bandas militares del país. ¡Con todo, ni Bocanegra ni Nunó recibieron el dinero que el concurso prometía! Vaya fiasco.

Así pues, tenemos hasta ahora dos posibles plagios, un poeta que no quería escribir y un compositor que pasó muy poco tiempo en el país, entre otras cosas (el que quiera saberlas, que entre de lleno en los libros). Ahora bien, el contenido del texto, muy de acuerdo a su época, es excesivamente bélico y visceral; visto desde la racionalidad y el paso del tiempo, resulta abominable: La palabra “guerra” aparece ocho veces; “sangre” cuatro veces; “Dios” una vez (¿no se supone que el México contemporáneo es laico?, ¿qué hace esa palabra entonces ahí todavía en el himno de todos lo mexicanos?), entre otros vocablos igualmente tempestuosos. “Antes, Patria, que inermes tus hijos bajo el yugo su cuello dobleguen, tus campiñas con sangre se rieguen, sobre sangre se estampe su pie”, dice este verso teñido de rojo. Otros son enfermizos y chocantes como este: “Y el que al golpe de ardiente metralla de la Patria en las aras sucumba obtendrá en recompensa una tumba donde brille de gloria la luz”. ¿Y qué tal este?: “piensa ¡Oh Patria querida! que el cielo un soldado en cada hijo te dio”. Parece que la patria sólo nos quiere para eso: morir. Por otro lado, la composición de Nunó, en términos estrictamente musicales, se limita a reforzar ampulosamente lo entonado. Cumple su cometido: arengar a la tropa con brío. Si este himno perduró fue porque conectó con el espíritu militar del momento. Pero nada más.

Para mayor bochorno el siguiente dato: los derechos de autor del Himno no los posee México, ¡sino Estados Unidos! Esto se debe a que los herederos de Jaime Nunó (quien pasó sus últimos cuarenta y tantos años en el estado de Nueva York) vendieron la obra a una empresa de este país vecino, la cual recibía regalías cada vez que el Himno se interpretaba fuera de México (desde el 2008 la composición ya es de dominio público). Durante años el gobierno se defendía diciendo que no importaba esto porque México poseía lo más importante: los derechos morales. ¡Pero qué sinvergüenzas! Como siempre, nuestros políticos saliéndose por la tangente, apelando a la sensiblería del pueblo.

Para una reflexión aparte resulta llamativo por diversas cuestiones que el Himno se haya traducido a lo largo del tiempo a otras lenguas, sobre todo y lógicamente indígenas, como el náhuatl, el maya, el purépecha, el mazateco, etcétera. Así bien, otra comunidad (no-indígena) de México que ha adaptado el himno son los menonitas, que lo cantan en español y en bajo alemán. Sería interesante investigar y analizar qué impacto han tenido estas traducciones en estos pueblos que, probablemente y con razón, puedan no sentirse del todo o nada mexicanos.

Por supuesto, en esta columna no intento ensañarme particularmente con México como si fuera un caso único, no se trata de eso. De hecho, y aunque no lo sé de cierto, muy probablemente la gran mayoría de himnos en el mundo escondan turbias historias detrás. Simplemente aprovecho este espacio para cuestionar mi entorno y lo que me ha tocado. A decir verdad, como mexicano no me siento identificado por mi himno. Lo rechazo por la manera en que me quiere representar ante el mundo. Propongo desde aquí que lo sustituyamos. O bien por alguna pieza de uno de nuestros compositores (se me ocurren nombres como Silvestre Revueltas, Salvador Contreras, José Pablo Moncayo, Carlos Chávez, Juventino Rosas… y tantos otros) o incluso, ¿por qué no?, por alguna melodía popular que haya sido significativa a través de nuestra historia y que por ello sea mucho más cercana al pueblo y a nuestra identidad, como por ejemplo lo puede ser “México lindo y querido” o “Cielito lindo” (en los estadio de fútbol ésta es la melodía a la que más recurrimos y, aceptémoslo, la que más nos emociona corear). Me gustaría saber cuáles son vuestras propuestas. Definitivamente prefiero que hablen por mi cultura estas músicas: bellas y vivas, profundas y evocadoras, nostálgicas e inspiradoras, apasionadas y amorosas, sentimentales y entregadas, nobles y románticas, humildes y soñadoras… cualidades estas que bien podrían definir el alma mexicana mucho mejor que el propio himno. El país sigue siendo joven (200 años no son nada) y es mejor que rectifiquemos errores desde ahora.


Artículo publicado originalmente en Satélite Media.

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