Parsifal, la última ópera de Richard Wagner concebida en tres actos, se basa, en parte al igual que Lohengrin, en una leyenda medieval en torno al Santo Grial y a la Lanza Sagrada de Longinos, estrenada en 1882 en la segunda edición del Festival de Bayreuth (un festival ideado por Wagner pensado para representar sus propias obras que a día de hoy se sigue celebrando anualmente), ópera que el propio compositor definió acertadamente como “Bühnenweihfestspiel”, término que puede traducirse como “Festival sacro escénico”; y es que Parsifal es exactamente eso.
Todo en esta ópera deja atónito, es una obra bellísima y adelantada a su tiempo, especialmente el acto primero y el tercero, los cuales se desarrollan con un ritmo y una dinámica escénica que anticipan lo que 80 años después conoceríamos como “cine contemporáneo”. Si desde Tannhäuser (1845) ya se adivina la ambición que sentía Wagner por trascender su tiempo, en Parsifal ve consagrado su afán de manera sublime.
Ahí están en parte los orígenes de todo el cine alemán de la primera mitad del siglo XX y del cine de directores europeos como Carl Theodor Dreyer, Ingmar Bergman e incluso del de Andrei Tarkovsky o Robert Bresson, un lenguaje cinematográfico que sigue predominando en nombres actuales como, entre otros, Michael Haneke, Béla Tarr o… ¡Carlos Reygadas! De hecho, precisamente los inicios tanto de Parsifal como de Luz silenciosa son prácticamente el mismo: la lenta revelación de un amanecer en medio de la naturaleza que precede al acto de la oración matinal. Desde aquí hasta el final, la evocación mística que desprende Parsifal (y también Luz silenciosa aunque menos) es total. Tanto es así que el propio Richard Wagner demandaba a los asistentes de Parsifal que no aplaudiesen ni al final de los actos ni al final de la obra para no romper con ello la sensación semi divina y gloriosa que transmite la obra, sensación que buenamente se ve representada en la frase que canta uno de los personajes principales: “El tiempo aquí se convierte en espacio”.
El tema viene al caso porque esta extraordinaria (con todas las letras de la palabra) obra maestra culmina parsimoniosa pero extáticamente durante un Viernes Santo en que Parsifal regresa triunfante pero espiritualmente exhausto a la tierra bendita del Santo Grial, luego de haber vencido al malvado Klingsor y de haber recuperado la Lanza Sagrada con que curará al atormentado y agonizante Amfortas, antiguo protector del Grial venido a menos, ocupando además su lugar para beneplácito de los Caballeros del Grial, representando entre todos un conmovedor acto de redención y fe. Normalmente les recomendaría un plan ateo para esta Semana Santa, pero creo que aunque no se sea religioso, Parsifal es una de las experiencias estéticas y místicas más estimulantes y poderosas que se pueden vivir: como siempre, la obra de arte supera al autor, su tiempo y lo que representa.
Aunque no soy un experto en Wagner ni mucho menos, recomiendo particularmente un montaje disponible en DVD editado por Deutsche Grammophon, una versión de 1982 dirigida escénicamente y producida por Wolfgang Wagner, nieto de Richard, logradísimo e impactante trabajo que extrae y expresa lo mejor de la ópera, con Siegfried Jerusalem (Parsifal), Leif Roar (Klingsor), Eva Randová (Kundry), Bernd Weikl (Amfortas), Matti Salminen (Titurel) y Hans Sotin (Gurnemanz).
Pura inmensidad.
Artículo publicado originalmente en Satélite Media.
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