18/09/2014. Teatro Real, Madrid. Segundo reparto.
Llama la atención que después de tantas locuras de irregular fortuna durante la era Mortier, el coliseo madrileño arranque su nueva temporada con una ya exitosa producción de Las bodas de Fígaro estrenada en 2009 y repuesta en 2011, con un montaje a cargo del director de escena Emilio Sagi que no rehúye de su naturaleza inseparablemente clasicista, buscando ser fiel a la época y al lugar en que se desarrolla la historia. Una lógica conveniente puesto que se trata de una comedia que sólo se puede comprender plenamente si se tiene en cuenta la agitación que desestabilizaba la estructura jerárquica social en el momento en que Pierre-Augustin Caron de Beaumarchais escribió la por entonces polémica La folle journée, ou Le mariage de Figaro en 1784 (mismo año en que, por cierto, Mozart ingresa a una logia masónica), pieza que luego Lorenzo Da Ponte adaptaría a libreto a petición del propio Mozart (revoltoso y gamberro como era), finalmente estrenándose como ópera en Viena el 1 de mayo de 1786, tres años antes de que estallara la Revolución Francesa, un periodo en el que se le reconocieron más derechos a la burguesía y a las clases populares en contra de una nobleza en decadencia.
Resulta interesante recordar lo que decía Michael Haneke en una entrevista concedida a El País a razón de su atormentada, poco cómica y semi actualizada versión de Così fan tutte (un montaje, para mi gusto poco acertado, que le encargó el Teatro Real el año pasado) cuando le cuestionan por qué descarta dirigir Le nozze di Figaro si él mismo confiesa que se trata de su ópera favorita de Mozart: “Hay que interpretarla en el mismo tiempo, si la traes a nuestros días no funciona”. De su respuesta se deduce que al cineasta austriaco sólo le interesa ocupar el puesto de director de escena cuando una ópera puede replantearse en términos contemporáneos sin que ésta pierda su razón de ser (aunque en este sentido, sus logros con Così fan tutte y Don Giovanni, montada en París en el 2006, podrían ser del todo discutibles).
Por tanto, a una representación clásica, o mejor dicho: correcta, de Las bodas nunca se le podrá achacar una fidelidad dieciochesca, al contrario. En cambio sí podremos debatir la dirección musical, el gusto escenográfico, la manera en que se ha resuelto la acción y la calidad y profundidad de los intérpretes. Vayamos por partes.
Ivor Bolton, futuro pero presente director musical del Teatro Real (será oficialmente designado como tal en septiembre del 2015), es un hombre apasionado, disfruta lo que hace y contagia su ánimo a la orquesta. Por ello a veces se excede y se come a los cantantes pero, por otro lado, logra extraer del foso pasajes inspirados (los altibajos de la obertura fueron ejecutados con emocionante soltura), obrando el milagro que contiene la partitura. Y no se limita a mover la batuta con la cabeza baja, también observa el escenario, sigue el movimiento de los intérpretes y se preocupa por lo que ahí sucede (aspecto que no le interesa a todos los directores). A veces su Mozart es un Mozart gordinflón, sonriente y de un inmenso corazón, como él mismo, y eso resulta entrañable. Aún no se ha ganado del todo al público del coliseo madrileño pero creo que terminará consiguiéndolo. No puedo evitar recordar lo que Emilio Sagi dijo con un tono muy sincero en la rueda de prensa, que “después de tantos años trabajando en teatros, agradece cruzarse con artistas como Bolton tan talentosos como buenas personas”.
En cuanto a lo que veíamos en las tablas, Sagi, junto con la labor de Daniel Bianco (escenografía) y Renata Schussheim (vestuario), sacó a relucir el tono castizo, por tanto es Sevilla, donde se ubica la historia de Las bodas, un personaje más de la obra: patios andaluces, mosaicos nazaríes, naranjos, trajes goyescos, castañuelas…
En partes concretas de la representación se empleó un tipo de gaza-telón, muy bonito, para variar la nitidez de lo que ocurría en escena que en algunos momentos funcionó perfectamente (como al inicio del segundo acto, durante el conmovedor “Porgi amor” de la condesa) pero en otros considero que incluso entorpeció el disfrute de lo representado (pienso en el aria de Basilio en el último acto).
Dos plenos aciertos: el uso de segundos planos que dotaron al escenario de profundidad de campo, y los sutiles elementos sonoros, el agua de una fuente y el sonido de unos grillos, que le dieron realismo a la ambientación.
En lo que respecta a los últimos dos puntos, tanto la acción como la interpretación de los cantantes fue irregular, pero de menos a más. Durante una buena parte de la representación faltó credibilidad, chispa, espontaneidad. Daba la sensación de que estábamos viendo algo muy sabido, y por mucho que se trate de una de las diez óperas más representadas de todos los tiempos el objetivo siempre debe ser precisamente que cada noche de teatro, Las bodas o cualquier obra sean una experiencia por primera vez vista para los espectadores y sobre todo por primera vez vivida para los intérpretes.
A señalar también que, al margen de la bellísima escenografía, la manera en que se resolvió la acción del cuarto y más enredoso acto de todos fue pobre porque poco se aprovecharon los giros que, bien ejecutados, son probablemente lo más gracioso de la obra.
A Davide Luciano como Fígaro le faltó gracia aunque, debido a su aspecto y a su lengua materna, creo que sigue siendo más adecuado para el papel que Andreas Wolf, quien forma parte del primer reparto. Eleonora Buratto como Susanna mantuvo un equilibrio pero no brilló particularmente. Destacó más la pareja contraria, Andrey Bondarenko en el papel del conde de Almaviva, más por su voz que por su actuación, y una bella Anett Fritsch (quien fue la gran revelación en el Così fan tutte de Haneke) como la doliente condesa nos ofreció los mejores momentos de la noche, por lo que se llevó las mayores ovaciones al final de manera merecida.
José Manuel Zapata como Don Basilio supo sacarle jugo al carácter jocoso de su personaje. A Lena Belkina como Cherubino le faltó ardor juvenil y emoción (su “Voi che sapete” no consiguió pellizcar) aunque su aspecto sí era creíble. También el de Helene Schneiderman como una Marcellina loca y trastornada y el de Christophoros Stamboglis como Bartolo, pareja caracterizada lo suficientemente mayores como para que resulte verosímil que Fígaro es su hijo.
A propósito, precisamente fue esta escena, cuando se descubre que Fígaro, Marcellina y Bartolo son familia, la que más risas causó a los espectadores, quienes aplaudieron cada número a partir de ahí, relajándose y relajando a los artistas.
Puede que esta reposición de Las bodas no haya gustado tanto como las anteriores, que algún aficionado ya esté cansado de volverla a ver otra vez en tan poco tiempo y que algún hooligan de Mortier la haya despreciado, pero lo cierto es que gran parte del público se mostró satisfecho y algo divertido. Si bien el arranque no es apoteósico, tampoco es un mal comienzo para el Teatro Real.
Foto: Javier del Real.
Artículo publicado originalmente en Fac magazine.
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