ÉDOUARD LOUIS. Para acabar con Eddy Bellegueule

Se trata de una narración donde se adivina la brecha social oculta tras las versiones oficialistas de las democracias occidentales; donde se hace patente que vivir, en casi todos los casos, es conformarse, y que las excepciones son sistemáticamente aplastadas.

para-acabar-con-Eddy-Bellegueule-portada-Édouard-Louis-LvúDesde muy tierna edad Eddy fue el “rarito” del pueblo, de su clase y de su familia; continuamente todos se lo señalaban. Reaccionó combatiendo su naturaleza para acomodarse a la norma y mimetizarse con la sordidez del entorno. Fracasó. Esta novela es el relato de su lucha, de su camino hacia la aceptación, de su forma de moverse en un ambiente que lo rechaza con furia e intenta apartarlo.

Édouard Louis se empeña en hacernos partícipes de esta confrontación, quiere que nos sintamos implicados en ella. Nos hace pensar en si somos cómplices o si con nuestro silencio e indiferencia favorecemos que la cadena no se rompa jamás. Porque todo sucedió ayer mismo (en los no tan lejanos años noventa), a la vuelta de la esquina y sigue pasando hoy a nuestros amigos y vecinos, a personas como nosotros e incluso, es probable, a nosotros mismos. Muchos chicos como Eddy Bellegueule, por una u otra razón, son catalogados como distintos y puestos en el disparadero de los odios sociales más injustificados. Al terminar el libro una pregunta queda flotando: ¿hemos avanzado algo en lo que a aceptación y convivencia se refiere o seguimos siendo el animal que mejor odia del planeta?

El autor se apoya en dos líneas narrativas paralelas para exponer los hechos. En ambas es la misma voz en primera persona la que nos cuenta, por un lado, el acoso al que se ve sometido el joven Bellegueule en su vida escolar —con especial fijación en los episodios recurrentes de maltrato por parte de dos compañeros de escuela—; y por otro, su día a día en el pequeño pueblo donde vive y en el que la pobreza material y moral es como el aire contaminado por el humo de las fábricas que todos sus habitantes respiran. Este segundo hilo de la trama, por contenido, recorrido y longitud es el que tiene más peso en la obra y en él se insertan las reflexiones y temas más interesantes. El narrador utiliza con habilidad un lenguaje escueto pero efectivo. Con parquedad y contención describe ambientes y psicologías, pero también se sirve de ese laconismo para introducir imágenes sugerentes y bellas en el texto, pequeños oasis para el lector que se deleita y descansa en ellos, agotado a veces por tanta violencia y necedad. Un acierto narrativo ofrecer estas pequeñas “áreas de descanso” que permiten reponerse de tanta curva y tanto cadáver en la cuneta.

El contraste entre el tono desapasionado desde el que habla la voz narrativa y el manejo de vivencias cotidianas imbuidas de una pátina de lirismo, es uno de los grandes méritos de esta novela. Le aporta una fuerza expresiva y de significación por encima de la media y de lo que uno espera en una historia que podría haber sido una de tantas del tipo “chicho marginal supera sus limitaciones y se enfrenta a su entorno”. Esta complejidad narrativa, oculta tras una forma de contar la historia más bien desenfadada, exalta el interés del lector. Notamos cómo se nos presenta la especial sensibilidad de una voz que nace y se despereza; una voz firme, desapasionada y sin piedad; pero con habilidad para encontrar la belleza y los resortes que laten en las decisiones humanas: tanto en las que envilecen al hombre como en las que lo elevan y lo hacen especial.

Leemos sobre alguien que llega a rebelarse ante un entorno hostil. Esta rebelión es tema central de la obra: la inevitabilidad de ser uno mismo y cómo se hace imprescindible la aceptación de la realidad que a uno le rodea y que no suele ser amable, tolerante o permisiva. Recojo a continuación una cita clave porque marca un punto de inflexión en la obra y que refleja muy bien cómo Eddy ya no está dispuesto a acumular más excusas que sostengan su indefensión y su miedo:

“No ir al pasillo, no volver a esperarlos allí, dejar de ir a recibir golpes, de la misma forma que esas personas que un día lo dejan todo, la familia, los amigos, el trabajo, que eligen no seguir creyendo en el sentido de la vida que llevan. No seguir creyendo en una existencia que sólo se apoya en el hecho de creer en esa existencia”.

La historia corre el peligro de convertirse en una de esas novelas del suburbio (en este caso pueblo aislado y deprimido) que por reiteradas y ya vistas acaban por no significar nada y no interesar a nadie. Pero a medida que profundizamos en las confesiones nos percatamos que hay algo extraordinario en ellas, algo que trasciende la mera queja sobre unas circunstancias adversas. Encontramos una narrativa que sirve de espejo a un entorno hostil y la descripción certera del dolor y la desolación derivados de habitarlo; pero también una rara habilidad para colocar cargas de profundidad bajo una historia que aparenta ser apenas una sórdida crónica de sucesos y que experimentamos en realidad como una rica experiencia sensitiva.

Hay algo en las líneas de esta novela que nos hace quedarnos enganchados. Algo que tiene que ver con el afán del narrador de acudir a los verdaderos sentimientos que subyacen a una situación que ya casi se ha transformado en cliché en nuestra narrativa moderna. Porque los embrutecidos habitantes del pueblo tienen un lado bueno, un comodín en su baraja de conductas predestinadas al fracaso social; y Louis busca esa cara amable, sin intención de disculpar el resto, el lado podrido de la manzana, para mostrarnos que hay humanidad hasta en las personas más viles. Esta tendencia hacia lo veraz sin muchos adornos, junto con la facilidad de identificarse con el protagonista, nos imanta y nos hace avanzar rápido por los párrafos.

Otra clave que hace esta obra interesante es su vertiente didáctica; ya que, sin pretenderlo, el autor ofrece una declaración de principios sobre lo que supone estar en minoría ante una masa social que no te entiende y que pretende que no te diferencies ni destaques. Y, aunque la narración se centra en la infancia vivida en el seno de una familia empobrecida, el autor, casi al final de la novela, nos da a entender que esa presión, ese componente de “dictadura social”, se localiza también en otras clases sociales más privilegiadas.

«A lo mejor no soy marica como creía, a lo mejor tengo de toda la vida un cuerpo de clase media preso en el mundo de mi infancia».

Que el elemento diferenciador por el que se margina al protagonista sea su homosexualidad es un hecho incidental. Reflexiones similares surgirían ante cualquier situación en la que un individuo se enfrente a una mayoría represiva. Aunque los problemas derivados de la orientación sexual están tan bien reflejados que convierten al libro en un valiosísimo material de apoyo en procesos de aceptación similares a los que el protagonista describe. Ahí está el matiz didáctico del que hablaba antes y que para nada se introduce en la obra de forma burda, sino que nace de la claridad y efectividad con la que se reflejan situaciones que inmediatamente toman cierto carácter ejemplarizante.

En definitiva, esta novela nos ofrece la historia de una infancia desgraciada en un pueblo cualquiera de un país desarrollado de nuestro querido primer mundo. Nos presenta carencias de las que estamos siendo partícipes y cómplices. Nos enfrenta a una serie de personajes como son un padre cruel, incompetente y embrutecido; una madre consentidora, unos hermanos de inteligencia y futuro limitados; una vecindad miserable y con tendencia a la maledicencia; todos enmarcados en un entorno en el que parecen predestinados a ser, generación tras generación, carne de cañón, pobres que crían a pobres para que se perpetúe la miseria. Pero el tema principal es la violencia, que se nos muestra de muchas maneras y ejercida en todas las direcciones. Eddy Bellegueule vive en un lugar donde lo que importa es ser el más duro, donde quejarse es “de maricas”, donde ser hombre es no tomar un solo medicamento aunque la peor enfermedad te esté devorando las entrañas. Un mal lugar para ser distinto.

Asistimos a la crónica de una huída anunciada. A la fotografía de un lugar que puede ser muchos lugares en el que la mezquindad, la desesperación y la falta de oportunidades convierten la vida en una cuestión de supervivencia y a los vivos en esclavos. Es una historia sobre el acoso; un documento y una confesión que, no sé si de forma intencionada, nos advierte para que la brutalidad y los errores que se nos muestran no se repitan. También es un camino de superación personal, de toma de conciencia, de crecimiento. Una narración donde se adivina la brecha social oculta tras las versiones oficialistas de las democracias occidentales; donde se hace patente que vivir, en casi todos los casos, es conformarse, y que las excepciones son sistemáticamente aplastadas. Un mundo donde la esperanza es traicionada cada mañana. El autor así nos lo demuestra eligiendo un final poco alentador pero muy acertado en el que se nos desinflan las esperanzas de que la bondad que a todos nos aflora de vez en cuando derive en el nacimiento de un mundo más justo y habitable.

Una historia necesaria, contada ya otras veces, pero que debemos leer porque ofrece alicientes de sobra; porque tendemos a la comodidad y a olvidar, inmersos en nuestros microcosmos, que todas las vidas son valiosas y que hay lugares en el mundo donde ese valor se olvida y lo humano pasa a ser secundario. Una lectura ágil, bella, que nos hará reflexionar y, al menos mientras dure su efecto, mirar a cada persona que nos crucemos por la calle con predisposición al entendimiento.

Para acabar con Eddy Bellegueule (Salamandra, 2015) es una prueba de que todos somos iguales, sobre todo cuando de ser miserables y crueles se trata.


Foto cabecera: John Foley Opale.


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