VICENTE VALERO. El arte de la fuga

Lejos de lecciones morales y de la presión de la cultura dominante, este es un libro para celebrar lo humano, una especie de manual de instrucciones para el buen sufrir y para aprender a mirar detrás de lo convencional. Alta literatura donde prima la belleza.

Art-el-arte-de-la-fuga-vicente-valeroAsistimos, y el verbo está bien elegido, a tres historias que se nos presentan escritas pero que por su tono y cadencia bien podrían ser fábulas morales muy vívidas y aptas para ser verbalizadas e incluso interpretadas. Y es que los tres pasajes contenidos en El arte de la fuga (2015, Periférica) gozan de una vigorosa oralidad, de un léxico seductor y de un tono suave y reposado que impregna todos sus párrafos. Algo sucede ante nuestros ojos que va más allá de lo narrado, las palabras saben sacar el brillo necesario a los hechos y nosotros, lectores ávidos de belleza, alcanzamos un disfrute desconocido, paladeamos cada momento de la búsqueda implícita en el texto, cada segundo de la reflexión que va cincelando una versión particular de la esencia del alma humana.

Este libro contiene historias que tienen algo de cuento, como dijimos, y mucho de poema —Vicente Valero es sobre todo poeta y se nota, para bien, en la urdimbre de su prosa—. El autor expone tres huidas sin aspavientos, sin violencia añadida; contadas con la sabiduría del que no juzga y sólo quiere buscar una sombra fresca para sentarse a compartir lo que ha visto y oído. El tono es calmado y se extiende a las tres narraciones, cada una sobre un gran poeta que escapa, como mejor sabe, de la crueldad, la solidez monolítica y la rutina obligatoria de la existencia humana. Los relatos transcurren como música para cobras y nos llevan, hipnotizados por una calidad que se paladea en todo momento, hacia una justificación y un entendimiento total de las acciones extremas que los personajes acometen. Y es que Valero sabe vestir con delicadas telas las tragedias y miserias que sobrevuelan todos los acontecimientos protagonizados por los tres protagonistas: Pessoa, Hölderlin y San Juan de la Cruz.

Todo en la narrativa del autor es sutil, a media voz, como queriendo quitar importancia a las fuerzas impulsoras del mundo que se presentan en el texto. Se habla sobre poder, arte, amor, locura o codicia; que son tratados como pájaros livianos que se posan un momento sobre un par de líneas y se alejan casi de inmediato, dejándonos apenas el regusto de un trino que no sabemos si se ha producido siquiera o es fruto de nuestra imaginación exaltada.

Encontramos también una evidente cualidad lírica y una fertilidad léxica digna de admirar; una prosa vigorosa dentro de su humildad, que posee un estilo revestido de sencillez y cierto laconismo que sirve de cortina para velar la riqueza filosófica y estética inagotable que impregna el fondo de la obra. Me parece admirable cómo el narrador se dirige al lector, sin dejar lugar a dudas de la inevitabilidad de lo que sucede y, aun así, mostrándole cómo pueden ser vividos los acontecimientos de la forma más humana posible, contemplándolos con respeto y perlados de auténtica belleza y emoción.

Ese lirismo manejado con pulso firme puede verse en multitud de pasajes a lo largo del relato. Recojo uno en el que queda a la vista el uso pertinente de recursos estilísticos propios de la poesía; la presencia de un pulso interno que algunos nos atreveríamos a llamar ritmo, y el lenguaje elegido con mimo e inteligencia que facilita el conocimiento de las motivaciones de los personajes al mismo tiempo que asistimos a sus debacles personales y las sentimos como propias.

“Dios era entonces allí, en aquellos laberintos, una ausencia que se hacía presente, como una herida antigua que reaparece sin motivo, con su escozor olvidado, una posibilidad en el corazón de todas las cosas, era el presentimiento y era la perplejidad, era también un dolor punzante en la sintaxis del alma escindida, y más que pensar en aquel Dios posible, se tropezaba con él, pues parecía entrometerse no para dar sentido a los pensamientos, sino para abrazarlos y mancharlos con su oscuridad plena, era, sí, el misterio que rezumaban los límites del saber, la resina viscosa de la que el estudiante disperso y triste no podía desprenderse ni siquiera con los jabones y cepillos racionalistas de su pequeña biblioteca”.


Los aciertos de los tres relatos de El arte de la fuga

A continuación trataré algunos de los matices que me han parecido más interesantes en cada una de las piezas de este tríptico fascinante:

“Ven hermana mía esposa”

Narra los últimos días de la vida de San Juan de la Cruz. El Santo se muere y lo hace dichoso e incluso ilusionado, tocado por la plenitud del que sabe que ha cumplido su misión con placer y humildad.

De todos los temas que se tratan destacan dos: la lucha con las altas instancias del poder eclesiástico renuentes a aceptar la popularidad del Santo y la capacidad subversiva que anida en las voces portadoras de ideas diferentes, que son condenadas a la censura y a la incomprensión.

Comprobamos la destreza estilística de Valero en su forma de suavizar la crueldad de los sucesos. Siempre hay un hueco para la poesía y para la profundidad en las apreciaciones y percepciones. Encontramos un equilibrio entre mostrar explícitamente las miserias humanas (por ejemplo, en los párrafos que narran la enfermedad y las curas que se le practican al moribundo) y la delicadeza con que se hace, rica en detalles aparentemente accesorios pero que potencian la capacidad evocadora de la narración. Descubrimos una prosa llena de luz, con párrafos que sonríen, como el mismo paciente en su lecho, y nos transmiten la felicidad de estar vivos, la celebración del amor y la asunción de la muerte como un simple tránsito. Por momentos la narración camina por el filo de la égloga, se sumerge en un paisaje idílico y en la exaltación de los sentidos. Un placer sencillo que nos hace creer que hemos conectado con la lectura de alguno de los poemas místicos del propio San Juan.

“Parece que vivimos en una edad de plomo”

Si en el caso anterior era la muerte, aquí es la locura el vehículo de evasión. Hölderlin escapa de su puesto de preceptor tras contemplar una agorera visión en la superficie del río Garona. Se nos narra una peregrinación transformadora desde Burdeos hasta Stuttgart en la que el poeta se va deteriorando poco a poco, para llegar convertido en una cáscara vacía a casa de su antiguo mentor. Vemos un alma hipersensible, tendente a la contemplación estética e incapaz de presenciar y tolerar la injusticia sin sufrir de forma indecible. La huida, iniciada por razones sentimentales de lo más convencional, se convierte en un viaje hacia la locura y el abandono de los usos sociales.

Se desmenuza el recorrido del protagonista y descubrimos en el simple acto de caminar el motor del cambio; como si los que pensaran y sintieran fueran los pies que se deslizan ajenos a los dictados de la mente educada y acostumbrada del poeta. Se trata de arder, de desaparecer, morir de mil maneras para poder rozar apenas algo cercano a la esencia. Desocupar el cuerpo, obviar las normas establecidas y dejar que sea el camino el que hable. En cierto modo asistimos a una ceremonia de purificación, de extracción de la maldad de un ser que era humano y que, al terminar el proceso, se transforma en algo distinto, sobrehumano. Pero detrás de la aniquilación personal se produce el nacimiento de un lenguaje sublime y extraño, e intuimos que con esas palabras que provienen de más allá de la locura podemos nombrar lo inefable, aprehenderlo.

“No sé quién soy ni qué alma tengo

Fernando Pessoa se convierte ante nuestros ojos en un médium literario. Esa es su huida: desdoblarse, multiplicar su personalidad y escindirla; quedar, como los dos personajes anteriores, extrañamente vacío en el cuerpo habitual para alcanzar un estado superior de existencia.

Se nos cuenta cómo, a raíz de un verso enquistado en la memoria del lisboeta, “aquel que tiene las flores no necesita a dios”, se presenta ante él, tras una noche de febril inspiración, claro como si se hubiera encarnado, su primer heterónimo: Alberto Caeiro, el poeta de la experiencia, y que Pessoa considera un maestro a pesar de que sus preceptos filosóficos son antagónicos. Él, que gusta de la reflexión más allá de los sentidos, es abordado (y se siente fascinado) por un vitalista que celebra la vida en toda su plenitud.

Después comienzan a surgir otros heterónimos: Ricardo Reis y Álvaro de Campos, discípulos también del Maestro Caeiro. Estos nacimientos ocurren en paralelo a las múltiples pérdidas en la sórdida vida de Pessoa. De nuevo algo que debería ser doloroso —la fuga disociativa con el consiguiente padecimiento mental del poeta— se nos cuenta con una delicadeza tal que casi llegamos a envidiar el paralelismo entre el alumbramiento de los heterónimos y la muerte social del lisboeta.

En El arte de la fuga prima la belleza, se busca la belleza, se saborea la belleza. Encontramos que nuestras debilidades son precisamente las que nos ofrecen la posibilidad de ser mejores. Lejos de lecciones morales y de la presión de la cultura dominante, este es un libro para celebrar lo humano, una especie de manual de instrucciones para el buen sufrir y para aprender a mirar detrás de lo convencional.

Tres huidas, tres poetas, que nos hablan de un olvido: lo esencial escapa a la rutina y a los afanes cotidianos. Este título nos habla de los más desarrollados espíritus creadores, del ideal hacia el que tiene que dirigirse el alma de los hombres cuando logre dejar atrás la insustancial brega con sus iguales. Deberían leer esta obra, se trata de alta literatura. Les ayudará a diseñar su propia estrategia de fuga.


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