JUAN ANTONIO BARDEM. El puente

Poco valorada hoy día, en su momento se convirtió en un emblema de izquierdas en una España recién salida de la dictadura.

El-puente-bardem-LVÚEl primer gran punto de inflexión en la carrera del recién fallecido Alfredo Landa (Pamplona, 1933 – Madrid, 2013) es, indiscutiblemente, El puente (1977) de Juan Antonio Bardem (Madrid, 1922 – ibídem, 2002). Una película basada en la novela corta Solo de moto (1967) del escritor gallego Daniel Suerio que también participó en la elaboración del guion junto a Javier Palmero y el propio director. Se estrenó poco tiempo después del asesinato de los abogados de Atocha y un mes antes de la legalización del PCE, por lo que se convirtió en una especie de emblema del momento.

El film, muy de época tanto por su argumento, el lenguaje utilizado (muy castizo y de barrio), como por su estética, narra el viaje (físico y espiritual) de Juan, un juerguista y fanfarrón auxiliar de mecánico afincado en Madrid que, tras ignorar la convocatoria a una asamblea donde se decidirá un justo y equitativo convenio de trabajadores, y luego de que su pretendiente de turno (“La Pepi”) y sus amigos le dejasen plantado, decide irse a Torremolinos a bordo de su motocicleta (una gastada Montesa Impala que él llama “La Poderosa”, y a quien trata como su amiga, confidente y amante), aprovechando el hueco de 60 horas libres por el puente de La Virgen de Agosto e impulsado por un par de extranjeras rubias que le preguntan en mitad de un atasco cuál es la dirección correcta para ir hasta ahí.

Este inicio puede confundir al espectador porque, si bien no es la tesitura más evidente, sí hay tintes más propios de lo que se ha llamado landismo o cine del destape que de una típica obra politizada como se podría esperar de Bardem. Pero esto es tan sólo una trampa, de hecho, un simbolismo mismo (de la transformación que vive el personaje principal a lo largo del film, de la carrera de Landa y de la mentalidad de todo un país), porque tan rápido como el protagonista pierde de vista a “las suecas” en la carretera, Juan inicia así, sin saberlo, un recorrido que le descubrirá prácticamente a bofetadas la realidad de un país en transición, con todos los cambios, resistencias y problemas que ello conlleva. Muerto el dictador, España estrenaba tibiamente una democracia que siguen sin entender algunos a día de hoy.

Se encuentra con múltiples personajes que van y vienen y se suscitan diversas situaciones que le van concienciando sobre las diferencias sociales del país, su propia condición de clase obrera y la importancia del compañerismo entre iguales. El grueso de la película está estructurada en un modelo de viaje-circunstancia-viaje. Durante las secuencias de carretera, los monólogos que sostiene el personaje de Landa consigo mismo son excepcionales, dotados de un pulso, un ritmo y una fuerza que meten de lleno al espectador en la psiquis del protagonista: se recrimina a sí mismo, se da ánimos y cavila sobre lo que ve y siente.

En su expedición, Juan se encuentra con un buen puñado de vidas rotas, dolidas y fracturadas como las de las dos mujeres que esperan fuera del penal de Ocaña, donde se encuentra preso el marido de la más joven, al que han encerrado por revoltoso. Otro tanto lo ve en los rostros de los campesinos y hombres del sur, que pasan nueve meses al año parados, apenas sobreviviendo y con poquísimas posibilidades de desarrollo.

También le toca sobrellevar encontronazos hostiles varios como el de los caciques que le afrentan por haber intentado ayudar al torero que habían contratado para las fiestas de su pueblo, cuando éste huía despavorido; el camarero racista y mezquino que atiende groseramente a un inmigrante argelino que se encontraba rumbo a su país, luego de no haber encontrado sustento ni empleo; entre otros.

Tampoco faltan los españoles emigrados en Alemania que vuelven a España de vacaciones, los cuales han prosperado económicamente mucho más (y no se cortan al fardar de ello) que sus coetáneos que se han quedado en la península.

Un momento idílico, quizá el más inverosímil y caricaturesco de la película pero también uno de los más tiernos, es cuando se encuentra con un grupo de hippies con los que pasa una noche, en la que Juan constata que el amor libre que promueven es una filosofía que verdaderamente llevan a la práctica.

Mención especial merece la incursión en la trama de un joven y electrizante grupo teatral que convence a Juan, luego de que éste les reparara su camioneta, para que se quede con ellos y sea espectador de la función que representarán en un pueblo cercano. Ellos cantan, bailan y satirizan ingeniosamente los hechos que el país vive en aquel momento, logrando así escandalizar al alcalde y a la casta burguesa del lugar, quienes cancelan la función entre golpes y gritos.

Cuando Juan llega a su destino, una playa solitaria a punto de anochecer, se da cuenta de que aquello es tan sólo un espejismo, un paisaje tan desolador como un desierto, una metáfora de la propia nación.

La música (medio funk, medio flamenco; media moderna, media autóctona), de Juan Nieto, es sobresaliente, acompañando perfectamente las sensaciones que vive el personaje, bien de modo épico o reflexivo (impresionante al final: como si fuera un videoclip, Juan regresa a Madrid recordando todo lo que ha visto en el viaje; se alternan hipnótica y sugerentemente imágenes y motivos musicales que se ven correspondidos uno a otro, una técnica que hemos vuelto a ver en películas contemporáneas como la sobrevalorada Drive).

Curiosa y tristemente, el retrato de aquella España se asemeja en muchos aspectos a la de ahora. Esta alucinante y emotiva road movie española (para mí muy superior a Easy Rider, por ejemplo) es una aventura inolvidable y entrañable, injustamente poco valorada hoy día. Ya se sabe: para trascender nuestro presente es necesario conocer la historia, sólo así no repetiremos los mismos errores.


Artículo publicado originalmente en Fac magazine.


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